SEGUNDA SECCIÓN
LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
1210 Los sacramentos de la Nueva Ley fueron
instituidos por Cristo y son siete, a saber, Bautismo, Confirmación,
Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden sacerdotal y
Matrimonio. Los siete sacramentos corresponden a todas las etapas y
todos los momentos importantes de la vida del cristiano: dan nacimiento
y crecimiento, curación y misión a la vida de fe de los cristianos.
Hay aquí una cierta semejanza entre las etapas de la vida natural y las
etapas de la vida espiritual (cf S. Tomás de A.,s.th. 3, 65,1).
1211 Siguiendo esta analogía se explicarán en
primer lugar los tres sacramentos de la iniciación cristiana (capítulo
primero), luego los sacramentos de la curación (capítulo segundo),
finalmente, los sacramentos que están al servicio de la comunión y
misión de los fieles (capítulo tercero). Ciertamente este orden no es
el único posible, pero permite ver que los sacramentos forman un
organismo en el cual cada sacramento particular tiene su lugar vital. En
este organismo, la Eucaristía ocupa un lugar único, en cuanto
"sacramento de los sacramentos": "todos los otros
sacramentos están ordenados a éste como a su fin" (S. Tomás de
A., s.th. 3, 65,3).
CAPÍTULO PRIMERO
LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA
1212 Mediante los sacramentos de la iniciación
cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, se ponen los
fundamentos de toda vida cristiana. "La participación en la
naturaleza divina que los hombres reciben como don mediante la gracia de
Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el
sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos en el
Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y
finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida
eterna, y, así por medio de estos sacramentos de la iniciación
cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida
divina y avanzan hacia la perfección de la caridad" (Pablo VI,
Const. apost. "Divinae consortium naturae"; cf OICA, praen.
1-2).
ARTÍCULO 1
EL SACRAMENTO DEL BAUTISMO
1213 El santo Bautismo es el fundamento de toda
la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu ("vitae
spiritualis ianua") y la puerta que abre el acceso a los otros
sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados
como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos
incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión (cf Cc. de
Florencia: DS 1314; CIC, can 204,1; 849; CCEO 675,1): "Baptismus
est sacramentum regenerationis per aquam in verbo" ("El
bautismo es el sacramento del nuevo nacimiento por el agua y la
palabra", Cath. R. 2,2,5).
I El nombre de este sacramento
1214 Este sacramento recibe el nombre de Bautismo
en razón del carácter del rito central mediante el que se celebra:
bautizar (baptizein en griego) significa "sumergir",
"introducir dentro del agua"; la "inmersión" en el
agua simboliza el acto de sepultar al catecúmeno en la muerte de Cristo
de donde sale por la resurrección con El (cf Rm 6,3-4; Col 2,12) como
"nueva criatura" (2 Co 5,17; Ga 6,15).
1215 Este sacramento es llamado también “baño
de regeneración y de renovación del Espíritu Santo” (Tt 3,5),
porque significa y realiza ese nacimiento del agua y del Espíritu sin
el cual "nadie puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,5).
1216 "Este baño es llamado iluminación
porque quienes reciben esta enseñanza (catequética) su espíritu es
iluminado..." (S. Justino, Apol. 1,61,12). Habiendo recibido en el
Bautismo al Verbo, "la luz verdadera que ilumina a todo
hombre" (Jn 1,9), el bautizado, "tras haber sido
iluminado" (Hb 10,32), se convierte en "hijo de la luz"
(1 Ts 5,5), y en "luz" él mismo (Ef 5,8):
El Bautismo es el más bello y magnífico de los dones
de Dios...lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de
incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más
precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan
nada; gracia, porque, es dado incluso a culpables; bautismo,
porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es
sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación,
porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra
vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda
y es el signo de la soberanía de Dios (S. Gregorio Nacianceno, Or.
40,3-4).
II El Bautismo en la economía de la salvación
Las prefiguraciones del Bautismo en la Antigua
Alianza
1217 En la Liturgia de la Noche Pascual, cuando se
bendice el agua bautismal, la Iglesia hace solemnemente memoria de
los grandes acontecimientos de la historia de la salvación que
prefiguraban ya el misterio del Bautismo:
¡Oh Dios!, que realizas en tus sacramentos obras
admirables con tu poder invisible, y de diversos modos te has servido
de tu criatura el agua para significar la gracia del bautismo (MR,
Vigilia Pascual, bendición del agua bautismal, 42).
1218 Desde el origen del mundo, el agua, criatura
humilde y admirable, es la fuente de la vida y de la fecundidad. La
Sagrada Escritura dice que el Espíritu de Dios "se cernía"
sobre ella (cf. Gn 1,2):
¡Oh Dios!, cuyo espíritu, en los orígenes del
mundo, se cernía sobre las aguas, para que ya desde entonces
concibieran el poder de santificar (MR, ibid.).
1219 La Iglesia ha visto en el Arca de Noé una
prefiguración de la salvación por el bautismo. En efecto, por medio de
ella "unos pocos, es decir, ocho personas, fueron salvados a través
del agua" (1 P 3,20):
¡Oh Dios!, que incluso en las aguas torrenciales del
diluvio prefiguraste el nacimiento de la nueva humanidad, de modo que
una misma agua pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad (MR,
ibid.).
1220 Si el agua de manantial simboliza la vida,
el agua del mar es un símbolo de la muerte. Por lo cual, pudo ser símbolo
del misterio de la Cruz. Por este simbolismo el bautismo significa la
comunión con la muerte de Cristo.
1221 Sobre todo el paso del Mar Rojo, verdadera
liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, es el que anuncia la
liberación obrada por el bautismo:
¡Oh Dios!, que hiciste pasar a pie enjuto por el mar
Rojo s los hijos de Abraham, para que el pueblo liberado de la
esclavitud del faraón fuera imagen de la familia de los bautizados
(MR, ibid.).
1222 Finalmente, el Bautismo es prefigurado en el
paso del Jordán, por el que el pueblo de Dios recibe el don de la
tierra prometida a la descendencia de Abraham, imagen de la vida eterna.
La promesa de esta herencia bienaventurada se cumple en la nueva
Alianza.
El Bautismo de Cristo
1223 Todas las prefiguraciones de la Antigua
Alianza culminan en Cristo Jesús. Comienza su vida pública después de
hacerse bautizar por S. Juan el Bautista en el Jordán (cf. Mt 3,13 ),
y, después de su Resurrección, confiere esta misión a sus Apóstoles:
"Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a
guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,19-20; cf Mc
16,15-16).
1224 Nuestro Señor se sometió voluntariamente
al Bautismo de S. Juan, destinado a los pecadores, para "cumplir
toda justicia" (Mt 3,15). Este gesto de Jesús es una manifestación
de su "anonadamiento" (Flp 2,7). El Espíritu que se cernía
sobre las aguas de la primera creación desciende entonces sobre Cristo,
como preludio de la nueva creación, y el Padre manifiesta a Jesús como
su "Hijo amado" (Mt 3,16-17).
1225 En su Pascua, Cristo abrió a todos los
hombres las fuentes del Bautismo. En efecto, había hablado ya de su
pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un "Bautismo"
con que debía ser bautizado (Mc 10,38; cf Lc 12,50). La sangre y el
agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado (cf. Jn
19,34) son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la
vida nueva (cf 1 Jn 5,6-8): desde entonces, es posible "nacer del
agua y del Espíritu" para entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5).
Considera donde eres bautizado, de donde viene el Bautismo: de la cruz
de Cristo, de la muerte de Cristo. Ahí está todo el misterio: El
padeció por ti. En él eres rescatado, en él eres salvado. (S.
Ambrosio, sacr. 2,6).
El bautismo en la Iglesia
1226 Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha
celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, S. Pedro declara
a la multitud conmovida por su predicación: "Convertíos y que
cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para
remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu
Santo" (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el
bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios,
paganos (Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El Bautismo aparece siempre
ligado a la fe: "Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu
casa", declara S. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa:
"el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los
suyos" (Hch 16,31-33).
1227 Según el apóstol S. Pablo, por el Bautismo
el creyente participa en la muerte de Cristo; es sepultado y resucita
con él: ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo
Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados
por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue
resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así
también nosotros vivamos una vida nueva (Rm 6,3-4; cf Col 2,12). Los
bautizados se han "revestido de Cristo" (Ga 3,27). Por el Espíritu
Santo, el Bautismo es un baño que purifica, santifica y justifica (cf 1
Co 6,11; 12,13).
1228 El Bautismo es, pues, un baño de agua en el
que la "semilla incorruptible" de la Palabra de Dios produce
su efecto vivificador (cf. 1 P 1,23; Ef 5,26). S. Agustín dirá del
Bautismo: "Accedit verbum ad elementum, et fit sacramentum"
("Se une la palabra a la materia, y se hace el sacramento",
ev. Io. 80,3).
III La celebración del sacramento del Bautismo
La iniciación cristiana
1229 Desde los tiempos apostólicos, para llegar
a ser cristiano se sigue un camino y una iniciación que consta de
varias etapas. Este camino puede ser recorrido rápida o lentamente. Y
comprende siempre algunos elementos esenciales: el anuncio de la
Palabra, la acogida del Evangelio que lleva a la conversión, la profesión
de fe, el Bautismo, la efusión del Espíritu Santo, el acceso a la
comunión eucarística.
1230 Esta iniciación ha variado mucho a lo largo
de los siglos y según las circunstancias. En los primeros siglos de la
Iglesia, la iniciación cristiana conoció un gran desarrollo, con un
largo periodo de catecumenado, y una serie de ritos preparatorios
que jalonaban litúrgicamente el camino de la preparación catecumenal y
que desembocaban en la celebración de los sacramentos de la iniciación
cristiana.
1231 Desde que el bautismo de los niños vino a
ser la forma habitual de celebración de este sacramento, ésta se ha
convertido en un acto único que integra de manera muy abreviada las
etapas previas a la iniciación cristiana. Por su naturaleza misma, el
Bautismo de niños exige un catecumenado postbautismal. No se
trata sólo de la necesidad de una instrucción posterior al Bautismo,
sino del desarrollo necesario de la gracia bautismal en el crecimiento
de la persona. Es el momento propio de la catequesis.
1232 El Concilio Vaticano II ha restaurado para
la Iglesia latina, "el catecumenado de adultos, dividido en
diversos grados" (SC 64). Sus ritos se encuentran en el Ordo
initiationis christianae adultorum (1972). Por otra parte, el
Concilio ha permitido que "en tierras de misión, además de los
elementos de iniciación contenidos en la tradición cristiana, pueden
admitirse también aquellos que se encuentran en uso en cada pueblo
siempre que puedan acomodarse al rito cristiano" (SC 65; cf. SC
37-40).
1233 Hoy, pues, en todos los ritos latinos y
orientales la iniciación cristiana de adultos comienza con su entrada
en el catecumenado, para alcanzar su punto culminante en una sola
celebración de los tres sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y
de la Eucaristía (cf. AG 14; CIC can.851.865.866). En los ritos
orientales la iniciación cristiana de los niños comienza con el
Bautismo, seguido inmediatamente por la Confirmación y la Eucaristía,
mientras que en el rito romano se continúa durante unos años de
catequesis, para acabar más tarde con la Confirmación y la Eucaristía,
cima de su iniciación cristiana (cf. CIC can.851, 2º; 868).
La mistagogia de la celebración
1234 El sentido y la gracia del sacramento del
Bautismo aparece claramente en los ritos de su celebración. Cuando se
participa atentamente en los gestos y las palabras de esta celebración,
los fieles se inician en las riquezas que este sacramento significa y
realiza en cada nuevo bautizado.
1235 La señal de la cruz, al comienzo de
la celebración, señala la impronta de Cristo sobre el que le va a
pertenecer y significa la gracia de la redención que Cristo nos ha
adquirido por su cruz.
1236 El anuncio de la Palabra de Dios
ilumina con la verdad revelada a los candidatos y a la asamblea y
suscita la respuesta de la fe, inseparable del Bautismo. En efecto, el
Bautismo es de un modo particular "el sacramento de la fe" por
ser la entrada sacramental en la vida de fe.
1237 Puesto que el Bautismo significa la liberación
del pecado y de su instigador, el diablo, se pronuncian uno o varios exorcismos
sobre el candidato. Este es ungido con el óleo de los catecúmenos o
bien el celebrante le impone la mano y el candidato renuncia explícitamente
a Satanás. Así preparado, puede confesar la fe de la Iglesia, a
la cual será "confiado" por el Bautismo (cf Rm 6,17).
1238 El agua bautismal es entonces
consagrada mediante una oración de epíclesis (en el momento mismo o en
la noche pascual). La Iglesia pide a Dios que, por medio de su Hijo, el
poder del Espíritu Santo descienda sobre esta agua, a fin de que los
que sean bautizados con ella "nazcan del agua y del Espíritu"
(Jn 3,5).
1239 Sigue entonces el rito esencial del
sacramento: el Bautismo propiamente dicho, que significa y
realiza la muerte al pecado y la entrada en la vida de la Santísima
Trinidad a través de la configuración con el Misterio pascual de
Cristo. El Bautismo es realizado de la manera más significativa
mediante la triple inmersión en el agua bautismal. Pero desde la antigüedad
puede ser también conferido derramando tres veces agua sobre la cabeza
del candidato.
1240 En la Iglesia latina, esta triple infusión
va acompañada de las palabras del ministro: "N, Yo te bautizo en
el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo". En las
liturgias orientales, estando el catecúmeno vuelto hacia el Oriente, el
sacerdote dice: "El siervo de Dios, N., es bautizado en el nombre
del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo". Y mientras invoca a
cada persona de la Santísima Trinidad, lo sumerge en el agua y lo saca
de ella.
1241 La unción con el santo crisma, óleo
perfumado y consagrado por el obispo, significa el don del Espíritu
Santo al nuevo bautizado. Ha llegado a ser un cristiano, es decir,
"ungido" por el Espíritu Santo, incorporado a Cristo, que es
ungido sacerdote, profeta y rey (cf OBP nº 62).
1242 En la liturgia de las Iglesias de Oriente,
la unción postbautismal es el sacramento de la Crismación (Confirmación).
En la liturgia romana, dicha unción anuncia una segunda unción del
santo crisma que dará el obispo: el sacramento de la Confirmación que,
por así decirlo, "confirma" y da plenitud a la unción
bautismal.
1243 La vestidura blanca simboliza que el
bautizado se ha "revestido de Cristo" (Ga 3,27): ha resucitado
con Cristo. El cirio que se enciende en el cirio pascual, significa que
Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son "la
luz del mundo" (Mt 5,14; cf Flp 2,15).
El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo
Unico. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre
Nuestro.
1244 La primera comunión eucarística.
Hecho hijo de Dios, revestido de la túnica nupcial, el neófito es
admitido "al festín de las bodas del Cordero" y recibe el
alimento de la vida nueva, el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Las Iglesias
orientales conservan una conciencia viva de la unidad de la iniciación
cristiana por lo que dan la sagrada comunión a todos los nuevos
bautizados y confirmados, incluso a los niños pequeños, recordando las
palabras del Señor: "Dejad que los niños vengan a mí, no se lo
impidáis" (Mc 10,14). La Iglesia latina, que reserva el acceso a
la Sagrada Comunión a los que han alcanzado el uso de razón, expresa cómo
el Bautismo introduce a la Eucaristía acercando al altar al niño recién
bautizado para la oración del Padre Nuestro.
1245 La bendición solemne cierra la
celebración del Bautismo. En el Bautismo de recién nacidos, la bendición
de la madre ocupa un lugar especial.
IV Quién puede recibir el Bautismo
1246 "Es capaz de recibir el bautismo todo
ser humano, aún no bautizado, y solo él" (CIC, can. 864: CCEO,
can. 679).
El Bautismo de adultos
1247 En los orígenes de la Iglesia, cuando el
anuncio del evangelio está aún en sus primeros tiempos, el Bautismo de
adultos es la práctica más común. El catecumenado (preparación para
el Bautismo) ocupa entonces un lugar importante. Iniciación a la fe y a
la vida cristiana, el catecumenado debe disponer a recibir el don de
Dios en el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.
1248 El catecumenado, o formación de los catecúmenos,
tiene por finalidad permitir a estos últimos, en respuesta a la
iniciativa divina y en unión con una comunidad eclesial, llevar a
madurez su conversión y su fe. Se trata de una "formación y
noviciado debidamente prolongado de la vida cristiana, en que los discípulos
se unen con Cristo, su Maestro. Por lo tanto, hay que iniciar
adecuadamente a los catecúmenos en el misterio de la salvación, en la
práctica de las costumbres evangélicas y en los ritos sagrados que
deben celebrarse en los tiempos sucesivos, e introducirlos en la vida de
fe, la liturgia y la caridad del Pueblo de Dios" (AG 14; cf OICA 19
y 98).
1249 Los catecúmenos "están ya unidos a la
Iglesia, pertenecen ya a la casa de Cristo y muchas veces llevan ya una
una vida de fe, esperanza y caridad" (AG 14). "La madre
Iglesia los abraza ya con amor tomándolos a sus cargo" (LG 14; cf
CIC can. 206; 788,3).
El Bautismo de niños
1250 Puesto que nacen con una naturaleza humana
caída y manchada por el pecado original, los niños necesitan también
el nuevo nacimiento en el Bautismo (cf DS 1514) para ser librados del
poder de las tinieblas y ser trasladados al dominio de la libertad de
los hijos de Dios (cf Col 1,12-14), a la que todos los hombres están
llamados. La pura gratuidad de la gracia de la salvación se manifiesta
particularmente en el bautismo de niños. Por tanto, la Iglesia y los
padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijo de Dios
si no le administraran el Bautismo poco después de su nacimiento (cf
CIC can. 867; CCEO, can. 681; 686,1).
1251 Los padres cristianos deben reconocer que
esta práctica corresponde también a su misión de alimentar la vida
que Dios les ha confiado (cf LG 11; 41; GS 48; CIC can. 868).
1252 La práctica de bautizar a los niños pequeños
es una tradición inmemorial de la Iglesia. Está atestiguada explícitamente
desde el siglo II. Sin embargo, es muy posible que, desde el comienzo de
la predicación apostólica, cuando "casas" enteras recibieron
el Bautismo (cf Hch 16,15.33; 18,8; 1 Co 1,16), se haya bautizado también
a los niños (cf CDF, instr. "Pastoralis actio": AAS 72 [1980]
1137-56).
Fe y Bautismo
1253 El Bautismo es el sacramento de la fe (cf Mc
16,16). Pero la fe tiene necesidad de la comunidad de creyentes. Sólo
en la fe de la Iglesia puede creer cada uno de los fieles. La fe que se
requiere para el Bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un
comienzo que está llamado a desarrollarse. Al catecúmeno o a su
padrino se le pregunta: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?" y
él responde: "¡La fe!".
1254 En todos los bautizados, niños o adultos,
la fe debe crecer después del Bautismo. Por eso, la Iglesia
celebra cada año en la noche pascual la renovación de las promesas del
Bautismo. La preparación al Bautismo sólo conduce al umbral de la vida
nueva. El Bautismo es la fuente de la vida nueva en Cristo, de la cual
brota toda la vida cristiana.
1255 Para que la gracia bautismal pueda
desarrollarse es importante la ayuda de los padres. Ese es también el
papel del padrino o de la madrina, que deben ser creyentes
sólidos, capaces y prestos a ayudar al nuevo bautizado, niño o adulto,
en su camino de la vida cristiana (cf CIC can. 872-874). Su tarea es una
verdadera función eclesial (officium; cf SC 67). Toda la
comunidad eclesial participa de la responsabilidad de desarrollar y
guardar la gracia recibida en el Bautismo.
V Quién puede bautizar
1256 Son ministros ordinarios del Bautismo el
obispo y el presbítero y, en la Iglesia latina, también el diácono
(cf CIC, can. 861,1; CCEO, can. 677,1). En caso de necesidad, cualquier
persona, incluso no bautizada, puede bautizar (Cf CIC can. 861, § 2) si
tiene la intención requerida y utiliza la fórmula bautismal
trinitaria. La intención requerida consiste en querer hacer lo que hace
la Iglesia al bautizar. La Iglesia ve la razón de esta posibilidad en
la voluntad salvífica universal de Dios (cf 1 Tm 2,4) y en la necesidad
del Bautismo para la salvación (cf Mc 16,16).
VI La necesidad del Bautismo
1257 El Señor mismo afirma que el Bautismo es
necesario para la salvación (cf Jn 3,5). Por ello mandó a sus discípulos
a anunciar el Evangelio y bautizar a todas las naciones (cf Mt 28,
19-20; cf DS 1618; LG 14; AG 5). El Bautismo es necesario para la
salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han
tenido la posibilidad de pedir este sacramento (cf Mc 16,16). La Iglesia
no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la
bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión
que ha recibido del Señor de hacer "renacer del agua y del espíritu"
a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la salvación
al sacramento del Bautismo, pero su intervención salvífica no queda
reducida a los sacramentos.
1258 Desde siempre, la Iglesia posee la firme
convicción de que quienes padecen la muerte por razón de la fe, sin
haber recibido el Bautismo, son bautizados por su muerte con Cristo y
por Cristo. Este Bautismo de sangre como el deseo del Bautismo,
produce los frutos del Bautismo sin ser sacramento.
1259 A los catecúmenos que mueren antes
de su Bautismo, el deseo explícito de recibir el bautismo unido al
arrepentimiento de sus pecados y a la caridad, les asegura la salvación
que no han podido recibir por el sacramento.
1260 "Cristo murió por todos y la vocación
última del hombre en realmente una sola, es decir, la vocación divina.
En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos
la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a
este mis terio pascual" (GS 22; cf LG 16; AG 7). Todo hombre que,
ignorando el evangelio de Cristo y su Iglesia, busca la verdad y hace la
voluntad de Dios según él la conoce, puede ser salvado. Se puede
suponer que semejantes personas habrían deseado explícitamente el
Bautismo si hubiesen conocido su necesidad.
1261 En cuanto a los niños muertos sin
Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia
divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la
gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven
(cf 1 Tm 2,4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir:
"Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis"
(Mc 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación
para los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más apremiante aún
la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a
Cristo por el don del santo bautismo.
VII La gracia del Bautismo
1262 Los distintos efectos del Bautismo son
significados por los elementos sensibles del rito sacramental. La
inmersión en el agua evoca los simbolismos de la muerte y de la
purificación, pero también los de la regeneración y de la renovación.
Los dos efectos principales, por tanto, son la purificación de los
pecados y el nuevo nacimiento en el Espíritu Santo (cf Hch 2,38; Jn
3,5).
Para la remisión de los pecados...
1263 Por el Bautismo, todos los pecados
son perdonados, el pecado original y todos los pecados personales así
como todas las penas del pecado (cf DS 1316). En efecto, en los que han
sido regenerados no permanece nada que les impida entrar en el Reino de
Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal, ni las consecuencias
del pecado, la más grave de las cuales es la separación de Dios.
1264 No obstante, en el bautizado permanecen
ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la
enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las
debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que
la Tradición llama concupiscencia, o "fomes peccati":
"La concupiscencia, dejada para el combate, no puede dañar a los
que no la consienten y la resisten con coraje por la gracia de
Jesucristo. Antes bien `el que legítimamente luchare, será coronado'(2
Tm 2,5)" (Cc de Trento: DS 1515).
“Una criatura nueva”
1265 El Bautismo no solamente purifica de todos
los pecados, hace también del neófito "una nueva creación"
(2 Co 5,17), un hijo adoptivo de Dios (cf Ga 4,5-7) que ha sido hecho
"partícipe de la naturaleza divina" ( 2 P 1,4), miembro de
Cristo (cf 1 Co 6,15; 12,27), coheredero con él (Rm 8,17) y templo del
Espíritu Santo (cf 1 Co 6,19).
1266 La Santísima Trinidad da al bautizado la
gracia santificante, la gracia de la justificación que :
– le hace capaz de creer en Dios, de esperar en él y
de amarlo mediante las virtudes teologales;
– le concede poder vivir y obrar bajo la moción del
Espíritu Santo mediante los dones del Espíritu Santo;
– le permite crecer en el bien mediante las virtudes
morales.
Así todo el organismo de la vida sobrenatural del
cristiano tiene su raíz en el santo Bautismo.
Incorporados a la Iglesia, Cuerpo de Cristo
1267 El Bautismo hace de nosotros miembros del
Cuerpo de Cristo. "Por tanto...somos miembros los unos de los
otros" (Ef 4,25). El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las
fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza
que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones,
las culturas, las razas y los sexos: "Porque en un solo Espíritu
hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo" (1
Co 12,13).
1268 Los bautizados vienen a ser "piedras
vivas" para "edificación de un edificio espiritual, para un
sacerdocio santo" (1 P 2,5). Por el Bautismo participan del
sacerdocio de Cristo, de su misión profética y real, son "linaje
elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar
las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable
luz" (1 P 2,9). El Bautismo hace participar en el sacerdocio común
de los fieles.
1269 Hecho miembro de la Iglesia, el bautizado ya
no se pertenece a sí mismo (1 Co 6,19), sino al que murió y resucitó
por nosotros (cf 2 Co 5,15). Por tanto, está llamado a someterse a los
demás (Ef 5,21; 1 Co 16,15-16), a servirles (cf Jn 13,12-15) en la
comunión de la Iglesia, y a ser "obediente y dócil" a los
pastores de la Iglesia (Hb 13,17) y a considerarlos con respeto y afecto
(cf 1 Ts 5,12-13). Del mismo modo que el Bautismo es la fuente de
responsabilidades y deberes, el bautizado goza también de derechos en
el seno de la Iglesia: recibir los sacramentos, ser alimentado con la
palabra de Dios y ser sostenido por los otros auxilios espirituales de
la Iglesia (cf LG 37; CIC can. 208-223; CCEO, can. 675,2).
1270 Los bautizados "por su nuevo nacimiento
como hijos de Dios están obligados a confesar delante de los hombres la
fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia" (LG 11) y de
participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios
(cf LG 17; AG 7,23).
El vínculo sacramental de la unidad de los
cristianos
1271 El Bautismo constituye el fundamento de la
comunión entre todos los cristianos, e incluso con los que todavía no
están en plena comunión con la Iglesia católica: "Los que creen
en Cristo y han recibido ritualmente el bautismo están en una cierta
comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica... justificados
por la fe en el bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con
todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con
razón por los hijos de la Iglesia Católica como hermanos del Señor"
(UR 3). "Por consiguiente, el bautismo constituye un vínculo
sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados
por él" (UR 22).
Un sello espiritual indeleble...
1272 Incorporado a Cristo por el Bautismo, el
bautizado es configurado con Cristo (cf Rm 8,29). El Bautismo imprime en
el cristiano un sello espiritual indeleble (character) de su
pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado,
aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación (cf DS
1609-1619). Dado una vez por todas, el Bautismo no puede ser reiterado.
1273 Incorporados a la Iglesia por el Bautismo,
los fieles han recibido el carácter sacramental que los consagra para
el culto religioso cristiano (cf LG 11). El sello bautismal capacita y
compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una participación
viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio
bautismal por el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz
(cf LG 10).
1274 El "sello del Señor"
(Dominicus character: S. Agustín, Ep. 98,5), es el sello con que el Espíritu
Santo nos ha marcado "para el día de la redención" (Ef 4,30;
cf Ef 1,13-14; 2 Co 1,21-22). "El Bautismo, en efecto, es el sello
de la vida eterna" (S. Ireneo, Dem.,3). El fiel que "guarde el
sello" hasta el fin, es decir, que permanezca fiel a las exigencias
de su Bautismo, podrá morir marcado con "el signo de la fe"
(MR, Canon romano, 97), con la fe de su Bautismo, en la espera de la
visión bienaventurada de Dios –consumación de la fe– y en la
esperanza de la resurrección.
Resumen
1275 La iniciación cristiana se realiza
mediante el conjunto de tres sacramentos: el Bautismo, que es el
comienzo de la vida nueva; la Confirmación que es su afianzamiento; y
la Eucaristía que alimenta al discípulo con el Cuerpo y la Sangre de
Cristo para ser transformado en El.
1276 "Id, pues, y haced discípulos a
todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he
mandado" (Mt 28,19-20).
1277 El Bautismo constituye el nacimiento a la
vida nueva en Cristo. Según la voluntad del Señor, es necesario para
la salvación, como lo es la Iglesia misma, a la que introduce el
Bautismo.
1278 El rito esencial del Bautismo consiste en
sumergir en el agua al candidato o derramar agua sobre su cabeza,
pronunciando la invocación de la Santísima Trinidad, es decir, del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
1279 El fruto del Bautismo, o gracia
bautismal, es una realidad rica que comprende: el perdón del pecado
original y de todos los pecados personales; el nacimiento a la vida
nueva, por la cual el hombre es hecho hijo adoptivo del Padre, miembro
de Cristo, templo del Espíritu Santo. Por la acción misma del
bautismo, el bautizado es incorporado a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y
hecho partícipe del sacerdocio de Cristo.
1280 El Bautismo imprime en el alma un signo
espiritual indeleble, el carácter, que consagra al bautizado al culto
de la religión cristiana. Por razón del carácter, el Bautismo no
puede ser reiterado (cf DS 1609 y 1624).
1281 Los que padecen la muerte a causa de la
fe, los catecúmenos y todos los hombres que, bajo el impulso de la
gracia, sin conocer la Iglesia, buscan sinceramente a Dios y se
esfuerzan por cumplir su voluntad, pueden salvarse aunque no hayan
recibido el Bautismo (cf LG 16).
1282 Desde los tiempos más antiguos, el
Bautismo es dado a los niños, porque es una gracia y un don de Dios que
no suponen méritos humanos; los niños son bautizados en la fe de la
Iglesia. La entrada en la vida cristiana da acceso a la verdadera
libertad.
1283 En cuanto a los niños muertos sin
bautismo, la liturgia de la Iglesia nos invita a tener confianza en la
misericordia divina y a orar por su salvación.
1284 En caso de necesidad, toda persona puede
bautizar, con tal que tenga la intención de hacer lo que hace la
Iglesia, y que derrame agua sobre la cabeza del candidato diciendo:
"Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo".
ARTÍCULO 2
EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN
1285 Con el Bautismo y la Eucaristía, el
sacramento de la Confirmación constituye el conjunto de los
"sacramentos de la iniciación cristiana", cuya unidad debe
ser salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la
recepción de este sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia
bautismal (cf OCf, Praenotanda 1). En efecto, a los bautizados "el
sacramento de la confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y
los los enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De
esta forma se comprometen mucho más, como auténticos testigos de
Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras"
(LG 11; cf OCf, Praenotanda 2):
I La Confirmación en la economía de la salvación
1286 En el Antiguo Testamento, los
profetas anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el Mesías
esperado (cf. Is 11,2) para realizar su misión salvífica (cf Lc
4,16-22; Is 61,1). El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús en su
Bautismo por Juan fue el signo de que él era el que debía venir, el
Mesías, el Hijo de Dios (Mt 3,13-17; Jn 1,33- 34). Habiendo sido
concedido por obra del Espíritu Santo, toda su vida y toda su misión
se realizan en una comunión total con el Espíritu Santo que el Padre
le da "sin medida" (Jn 3,34).
1287 Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no
debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser
comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl
3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu
(cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó
primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta
el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los
Apóstoles comienzan a proclamar "las maravillas de Dios" (Hch
2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los
tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación
apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu
Santo (cf Hch 2,38).
1288 "Desde aquel tiempo, los Apóstoles, en
cumplimiento de la voluntad de Cristo, comunicaban a los neófitos,
mediante la imposición de las manos, el don del Espíritu Santo,
destinado a completar la gracia del Bautismo (cf Hch 8,15-17; 19,5-6).
Esto explica por qué en la Carta a los Hebreos se recuerda, entre los
primeros elementos de la formación cristiana, la doctrina del bautismo
y de la la imposición de las manos (cf Hb 6,2). Es esta imposición de
las manos la ha sido con toda razón considerada por la tradición católica
como el primitivo origen del sacramento de la Confirmación, el cual
perpetúa, en cierto modo, en la Iglesia, la gracia de Pentecostés"
(Pablo VI, const. apost. "Divinae consortium naturae").
1289 Muy pronto, para mejor significar el don del
Espíritu Santo, se añadió a la imposición de las manos una unción
con óleo perfumado (crisma). Esta unción ilustra el nombre de
"cristiano" que significa "ungido" y que tiene su
origen en el nombre de Cristo, al que "Dios ungió con el Espíritu
Santo" (Hch 10,38). Y este rito de la unción existe hasta nuestros
días tanto en Oriente como en Occidente. Por eso en Oriente, se llama a
este sacramento crismación, unción con el crisma, o myron,
que significa "crisma". En Occidente el nombre de Confirmación
sugiere que este sacramento al mismo tiempo confirma el Bautismo y
robustece la gracia bautismal.
Dos tradiciones: Oriente y Occidente
1290 En los primeros siglos la Confirmación
constituye generalmente una única celebración con el Bautismo, y forma
con éste, según la expresión de S. Cipriano, un "sacramento
doble. Entre otras razones, la multiplicación de los bautismos de niños,
durante todo el tiempo del año, y la multiplicación de las parroquias
(rurales), que agrandaron las diócesis, ya no permite la presencia del
obispo en todas las celebraciones bautismales. En Occidente, por el
deseo de reservar al obispo el acto de conferir la plenitud al Bautismo,
se establece la separación temporal de ambos sacramentos. El Oriente ha
conservado unidos los dos sacramentos, de modo que la Confirmación es
dada por el presbítero que bautiza. Este, sin embargo, sólo puede
hacerlo con el "myron" consagrado por un obispo (cf CCEO, can.
695,1; 696,1).
1291 Una costumbre de la Iglesia de Roma facilitó
el desarrollo de la práctica occidental; había una doble unción con
el santo crisma después del Bautismo: realizada ya una por el presbítero
al neófito al salir del baño bautismal, es completada por una segunda
unción hecha por el obispo en la frente de cada uno de los recién
bautizados (véase S. Hipólito de Roma, Trad. Ap. 21). La primera unción
con el santo crisma, la que daba el sacerdote, quedó unida al rito
bautismal; significa la participación del bautizado en las funciones
profética, sacerdotal y real de Cristo. Si el Bautismo es conferido a
un adulto, sólo hay una unción postbautismal: la de la Confirmación.
1292 La práctica de las Iglesias de Oriente
destaca más la unidad de la iniciación cristiana. La de la Iglesia
latina expresa más netamente la comunión del nuevo cristiano con su
obispo, garante y servidor de la unidad de su Iglesia, de su catolicidad
y su apostolicidad, y por ello, el vínculo con los orígenes apostólicos
de la Iglesia de Cristo.
II Los signos y el rito de la Confirmación
1293 En el rito de este sacramento conviene
considerar el signo de la unción y lo que la unción designa e
imprime: el sello espiritual.
La unción, en el simbolismo bíblico y antiguo,
posee numerosas significaciones: el aceite es signo de abundancia (cf Dt
11,14, etc.) y de alegría (cf Sal 23,5; 104,15); purifica (unción
antes y después del baño) y da agilidad (la unción de los atletas y
de los luchadores); es signo de curación, pues suaviza las contusiones
y las heridas (cf Is 1,6; Lc 10,34) y el ungido irradia belleza,
santidad y fuerza.
1294 Todas estas significaciones de la unción
con aceite se encuentran en la vida sacramental. La unción antes del
Bautismo con el óleo de los catecúmenos significa purificación y
fortaleza; la unción de los enfermos expresa curación y el consuelo.
La unción del santo crisma después del Bautismo, en la Confirmación y
en la Ordenación, es el signo de una consagración. Por la Confirmación,
los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más
plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu
Santo que éste posee, a fin de que toda su vida desprenda "el buen
olor de Cristo" (cf 2 Co 2,15).
1295 Por medio de esta unción, el confirmando
recibe "la marca", el sello del Espíritu Santo. El
sello es el símbolo de la persona (cf Gn 38,18; Ct 8,9), signo de su
autoridad (cf Gn 41,42), de su propiedad sobre un objeto (cf. Dt 32,34)
-por eso se marcaba a los soldados con el sello de su jefe y a los
esclavos con el de su señor-; autentifica un acto jurídico (cf 1 R
21,8) o un documento (cf Jr 32,10) y lo hace, si es preciso, secreto (cf
Is 29,11).
1296 Cristo mismo se declara marcado con el sello
de su Padre (cf Jn 6,27). El cristiano también está marcado con un
sello: "Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en
Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio
en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2 Co 1,22; cf Ef
1,13; 4,30). Este sello del Espíritu Santo, marca la pertenencia total
a Cristo, la puesta a su servicio para siempre, pero indica también la
promesa de la protección divina en la gran prueba escatológica (cf Ap
7,2-3; 9,4; Ez 9,4-6).
La celebración de la Confirmación
1297 Un momento importante que precede a la
celebración de la Confirmación, pero que, en cierta manera forma parte
de ella, es la consagración del santo crisma. Es el obispo
quien, el Jueves Santo, en el transcurso de la Misa crismal, consagra el
santo crisma para toda su Diócesis. En las Iglesias de Oriente, esta
consagración está reservada al Patriarca:
La liturgia de Antioquía expresa así la epíclesis
de la consagración del santo crisma (myron): " (Padre...envía
tu Espíritu Santo) sobre nosotros y sobre este aceite que está
delante de nosotros y conságralo, de modo que sea para todos los que
sean ungidos y marcados con él, myron santo, myron sacerdotal, myron
real, unción de alegría, vestidura de la luz, manto de salvación,
don espiritual, santificación de las almas y de los cuerpos, dicha
imperecedera, sello indeleble, escudo de la fe y casco terrible contra
todas las obras del Adversario".
1298 Cuando la Confirmación se celebra
separadamente del Bautismo, como es el caso en el rito romano, la
liturgia del sacramento comienza con la renovación de las promesas del
Bautismo y la profesión de fe de los confirmandos. Así aparece
claramente que la Confirmación constituye una prolongación del
Bautismo (cf SC 71). Cuando es bautizado un adulto, recibe
inmediatamente la Confirmación y participa en la Eucaristía (cf CIC
can.866).
1299 En el rito romano, el obispo extiende las
manos sobre todos los confirmandos, gesto que, desde el tiempo de los apóstoles,
es el signo del don del Espíritu. Y el obispo invoca así la efusión
del Espíritu:
Dios Todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que regeneraste, por el agua y el Espíritu Santo, a estos siervos
tuyos y los libraste del pecado: escucha nuestra oración y envía
sobre ellos el Espíritu Santo Paráclito; llénalos de espíritu de
sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo y de fortaleza,
de espíritu de ciencia y de piedad; y cólmalos del espíritu de tu
santo temor. Por Jesucristo nuestro Señor.
1300 Sigue el rito esencial del
sacramento. En el rito latino, "el sacramento de la confirmación
es conferido por la unción del santo crisma en la frente, hecha
imponiendo la mano, y con estas palabras: "Recibe por esta señal
el don del Espíritu Santo" (Paulus VI, Const. Ap. Divinae
consortium naturae). En las Iglesias orientales, la unción del myron
se hace después de una oración de epíclesis, sobre las partes más
significativas del cuerpo: la frente, los ojos, la nariz, los oídos,
los labios, el pecho, la espalda, las manos y los pies, y cada unción
va acompañada de la fórmula: "Sfragi~ dwrea~ Pneumto~ æAgiou"
("Rituale per le Chiese orientali di rito bizantino in lingua
greca, I -LEV 1954), p. 36". ("Signaculum doni Spiritus
Sancti" - "Sello del don que es el Espíritu Santo").
1301 El beso de paz con el que concluye el rito
del sacramento significa y manifiesta la comunión eclesial con el
obispo y con todos los fieles (cf S. Hipólito, Trad. ap. 21).
III Los efectos de la Confirmación
1302 De la celebración se deduce que el efecto
del sacramento es la efusión especial del Espíritu Santo, como fue
concedida en otro tiempo a los Apóstoles el día de Pentecostés.
1303 Por este hecho, la Confirmación confiere
crecimiento y profundidad a la gracia bautismal:
– nos introduce más profundamente en la filiación
divina que nos hace decir "Abbá, Padre" (Rm 8,15).;
– nos une más firmemente a Cristo;
– aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo;
– hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia
(cf LG 11);
– nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo
para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como
verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de
Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz (cf DS 1319; LG
11,12):
Recuerda, pues, que has recibido el signo espiritual,
el Espíritu de sabiduría e inteligencia, el Espíritu de consejo y
de fortaleza, el Espíritu de conocimiento y de piedad, el Espíritu
de temor santo, y guarda lo que has recibido. Dios Padre te ha marcado
con su signo, Cristo Señor te ha confirmado y ha puesto en tu corazón
la prenda del Espíritu (S. Ambrosio, Myst. 7,42).
1304 La Confirmación, como el Bautismo del que
es la plenitud, sólo se da una vez. La Confirmación, en efecto,
imprime en el alma una marca espiritual indeleble, el "carácter"
(cf DS 1609), que es el signo de que Jesucristo ha marcado al cristiano
con el sello de su Espíritu revistiéndolo de la fuerza de lo alto para
que sea su testigo (cf Lc 24,48-49).
1305 El "carácter" perfecciona el
sacerdocio común de los fieles, recibido en el Bautismo, y "el
confirmado recibe el poder de confesar la fe de Cristo públicamente, y
como en virtud de un cargo (quasi ex officio)" (S. Tomás de
A., s.th. 3, 72,5, ad 2).
IV Quién puede recibir este sacramento
1306 Todo bautizado, aún no confirmado, puede y
debe recibir el sacramento de la Confirmación (cf CIC can. 889, 1).
Puesto que Bautismo, Confirmación y Eucaristía forman una unidad, de
ahí se sigue que "los fieles tienen la obligación de recibir este
sacramento en tiempo oportuno" (CIC, can. 890), porque sin la
Confirmación y la Eucaristía el sacramento del Bautismo es ciertamente
válido y eficaz, pero la iniciación cristiana queda incompleta.
1307 La costumbre latina, desde hace siglos,
indica "la edad del uso de razón", como punto de referencia
para recibir la Confirmación. Sin embargo, en peligro de muerte, se
debe confirmar a los niños incluso s i no han alcanzado todavía la
edad del uso de razón (cf CIC can. 891; 893,3).
1308 Si a veces se habla de la Confirmación como
del "sacramento de la madurez cristiana", es preciso, sin
embargo, no confundir la edad adulta de la fe con la edad adulta del
crecimiento natural, ni olvidar que la gracia bautismal es una gracia de
elección gratuita e inmerecida que no necesita una "ratificación"
para hacerse efectiva. Santo Tomás lo recuerda:
La edad del cuerpo no constituye un prejuicio para el
alma. Así, incluso en la infancia, el hombre puede recibir la
perfección de la edad espiritual de que habla la Sabiduría (4,8):
`la vejez honorable no es la que dan los muchos días, no se mide por
el número de los años'. Así numerosos niños, gracias a la fuerza
del Espíritu Santo que habían recibido, lucharon valientemente y
hasta la sangre por Cristo (s.th. 3, 72,8,ad 2).
1309 La preparación para la Confirmación
debe tener como meta conducir al cristiano a una unión más íntima con
Cristo, a una familiaridad más viva con el Espíritu Santo, su acción,
sus dones y sus llamadas, a fin de poder asumir mejor las
responsabilidades apostólicas de la vida cristiana. Por ello, la
catequesis de la Confirmación se esforzará por suscitar el sentido de
la pertenencia a la Iglesia de Jesucristo, tanto a la Iglesia universal
como a la comunidad parroquial. Esta última tiene una resp onsabilidad
particular en la preparación de los confirmandos (cf OCf, Praenotanda
3).
1310 Para recibir la Confirmación es preciso
hallarse en estado de gracia. Conviene recurrir al sacramento de la
Penitencia para ser purificado en atención al don del Espíritu Santo.
Hay que prepararse con una oración más intensa para recibir con
docilidad y disponibilidad la fuerza y las gracias del Espíritu Santo
(cf Hch 1,14).
1311 Para la Confirmación, como para el
Bautismo, conviene que los candidatos busquen la ayuda espiritual de un padrino
o de una madrina. Conviene que sea el mismo que para el Bautismo
a fin de subrayar la unidad entre los dos sacramentos (cf OCf,
Praenotanda 5.6; CIC can. 893, 1.2).
V El ministro de la Confirmación
1312 El ministro originario de la
Confirmación es el obispo (LG 26).
En Oriente es ordinariamente el presbítero que
bautiza quien da también inmediatamente la Confirmación en una sola
celebración. Sin embargo, lo hace con el santo crisma consagrado por el
patriarca o el obispo, lo cual expresa la unidad apostólica de la
Iglesia cuyos vínculos son reforzados por el sacramento de la
Confirmación. En la Iglesia latina se aplica la misma disciplina en los
bautismos de adultos y cuando es admitido a la plena comunión con la
Iglesia un bautizado de otra comunidad cristiana que no ha recibido válidamente
el sacramento de la Confirmación (cf CIC can 883,2).
1313 En el rito latino, el ministro
ordinario de la Conformación es el obispo (CIC can. 882). Aunque el
obispo puede, en caso de necesidad, conceder a presbíteros la facultad
de administrar el sacramento de la Confirmación (CIC can. 884,2),
conviene que lo confiera él mismo, sin olvidar que por esta razón la
celebración de la Confirmación fue temporalmente separada del
Bautismo. Los obispos son los sucesores de los apóstoles y han recibido
la plenitud del sacramento del orden. Por esta razón, la administración
de este sacramento por ellos mismos pone de relieve que la Confirmación
tiene como efecto unir a los que la reciben más estrechamente a la
Iglesia, a sus orígenes apostólicos y a su misión de dar testimonio
de Cristo.
1314 Si un cristiano está en peligro de muerte,
cualquier presbítero puede darle la Confirmación (cf CIC can. 883,3).
En efecto, la Iglesia quiere que ninguno de sus hijos, incluso en la más
tierna edad, salga de este mundo sin haber sido perfeccionado por el Espíritu
Santo con el don de la plenitud de Cristo.
Resumen
1315 "Al enterarse los apóstoles que
estaban en Jerusalén de que Samaría había aceptado la Palabra de
Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos
para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había
descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados
en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían
el Espíritu Santo" (Hch 8,14-17).
1316 La Confirmación perfecciona la gracia
bautismal; es el sacramento que da el Espíritu Santo para enraizarnos más
profundamente en la filiación divina, incorporarnos más firmemente a
Cristo, hacer más sólido nuestro vínculo con la Iglesia, asociarnos
todavía más a su misión y ayudarnos a dar testimonio de la fe
cristiana por la palabra acompañada de las obras.
1317 La Confirmación, como el Bautismo,
imprime en el alma del cristiano un signo espiritual o carácter
indeleble; por eso este sacramento sólo se puede recibir una vez en la
vida.
1318 En Oriente, este sacramento es
administrado inmediatamente después del Bautismo y es seguido de la
participación en la Eucaristía, tradición que pone de relieve la
unidad de los tres sacramentos de la iniciación cristiana. En la
Iglesia latina se administra este sacramento cuando se ha alcanzado el
uso de razón, y su celebración se reserva ordinariamente al obispo,
significando así que este sacramento robustece el vínculo eclesial.
1319 El candidato a la Confirmación que ya ha
alcanzado el uso de razón debe profesar la fe, estar en estado de
gracia, tener la intención de recibir el sacramento y estar preparado
para asumir su papel de discípulo y de testigo de Cristo, en la
comunidad eclesial y en los asuntos temporales.
1320 El rito esencial de la Confirmación es
la unción con el Santo Crisma en la frente del bautizado (y en Oriente,
también en los otros órganos de los sentidos), con la imposición de
la mano del ministro y las palabras: "Accipe signaculum doni
Spiritus Sancti" ("Recibe por esta señal el don del Espíritu
Santo"), en el rito romano; "Signaculum doni Spiritus
Sancti" ("Sello del don del Espíritu Santo"), en el rito
bizantino.
1321 Cuando la Confirmación se celebra
separadamente del Bautismo, su conexión con el Bautismo se expresa
entre otras cosas por la renovación de los compromisos bautismales. La
celebración de la Confirmación dentro de la Eucaristía contribuye a
subrayar la unidad de los sacramentos de la iniciación cristiana.
ARTÍCULO 3
EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA
1322 La Sagrada Eucaristía culmina la iniciación
cristiana. Los que han sido elevados a la dignidad del sacerdocio real
por el Bautismo y configurados más profundamente con Cristo por la
Confirmación, participan por medio de la Eucaristía con toda la
comunidad en el sacrificio mismo del Señor.
1323 "Nuestro Salvador, en la última Cena,
la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de
su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el
sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el
memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de
unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo,
el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria
futura" (SC 47).
I La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida eclesial
1324 La Eucaristía es "fuente y cima de
toda la vida cristiana" (LG 11). "Los demás sacramentos, como
también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están
unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en
efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo
mismo, nuestra Pascua" (PO 5).
1325 "La Eucaristía significa y realiza la
comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la
Igle sia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la
acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que
en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre"
(CdR, inst. "Eucharisticum mysterium" 6).
1326 Finalmente, la celebración eucarística nos
unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando
Dios será todo en todos (cf 1 Co 15,28).
1327 En resumen, la Eucaristía es el compendio y
la suma de nuestra fe: "Nuestra manera de pensar armoniza con la
Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de
pensar" (S. Ireneo, haer. 4, 18, 5).
II El nombre de este sacramento
1328 La riqueza inagotable de este sacramento se
expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos
nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:
Eucaristía porque es acción de gracias a Dios.
Las palabras "eucharistein" (Lc 22,19; 1 Co 11,24) y
"eulogein" (Mt 26,26; Mc 14,22) recuerdan las bendiciones judías
que proclaman -sobre todo durante la comida- las obras de Dios: la
creación, la redención y la santificación.
1329 Banquete del Señor (cf 1 Co 11,20)
porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos
la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas
del Cordero (cf Ap 19,9) en la Jerusalén celestial.
Fracción del pan porque este rito, propio del
banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía
el pan como cabeza de familia (cf Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), sobre
todo en la última Cena (cf Mt 26,26; 1 Co 11,24). En este gesto los
discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24,13-35),
y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas
eucarísticas (cf Hch 2,42.46; 20,7.11). Con él se quiere significar
que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo,
entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (cf 1
Co 10,16-17).
Asamblea eucarística (synaxis), porque la
Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visibl
e de la Iglesia (cf 1 Co 11,17-34).
1330 Memorial de la pasión y de la
resurrección del Señor.
Santo Sacrificio, porque actualiza el único
sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o
también santo sacrificio de la misa, "sacrificio de
alabanza" (Hch 13,15; cf Sal 116, 13.17), sacrificio
espiritual (cf 1 P 2,5), sacrificio puro (cf Ml 1,11) y
santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la
Antigua Alianza.
Santa y divina Liturgia, porque toda la liturgia
de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la
celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también
celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo
Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este
nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.
1331 Comunión, porque por este sacramento
nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre
para formar un solo cuerpo (cf 1 Co 10,16-17); se la llama también las cosas
santas [ta hagia; sancta] (Const. Apost. 8, 13, 12; Didaché 9,5;
10,6) -es el sentido primero de la comunión de los santos de que habla
el Símbolo de los Apóstoles-, pan de los ángeles, pan del
cielo, medicina de inmortalidad (S. Ignacio de Ant. Eph
20,2), viático...
1332 Santa Misa porque la liturgia en la
que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los
fieles (missio) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida
cotidiana.
III La Eucaristía en la economía de la salvación
Los signos del pan y del vino
1333 En el corazón de la celebración de la
Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de
Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia
continúa haciendo, en memoria de él, hasta su retorno glorioso, lo que
él hizo la víspera de su pasión: "Tomó pan...", "tomó
el cáliz lleno de vino...". Al convertirse misteriosamente en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen
significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio,
damos gracias al Creador por el pan y el vino (cf Sal 104,13-15), fruto
"del trabajo del hombre", pero antes, "fruto de la
tierra" y "de la vid", dones del Creador. La Iglesia ve
en en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que "ofreció pan y
vino" (Gn 14,18) una prefiguración de su propia ofrenda (cf MR,
Canon Romano 95).
1334 En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran
ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de
reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación
en el contexto del Exodo: los panes ácimos que Israel come cada año en
la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El
recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del
pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es
el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus
promesas. El "cáliz de bendición" (1 Co 10,16), al final del
banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino
una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del
restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando
un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz.
1335 Los milagros de la multiplicación de los
panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los
panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud,
prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf.
Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná
(cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús.
Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del
Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido
en Sangre de Cristo.
1336 El primer anuncio de la Eucaristía dividió
a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó:
"Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?" (Jn 6,60).
La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio,
y no cesa de ser ocasión de división. "¿También vosotros queréis
marcharos?" (Jn 6,67): esta pregunta del Señor, resuena a través
de las edades, invitación de su amor a descubrir que sólo él tiene
"palabras de vida eterna" (Jn 6,68), y que acoger en la fe el
don de su Eucaristía es acogerlo a él mismo.
La institución de la Eucaristía
1337 El Señor, habiendo amado a los suyos, los
amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este
mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó
los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles
una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles
partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su
muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta
su retorno, "constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo
Testamento" (Cc. de Trento: DS 1740).
1338 Los tres evangelios sinópticos y S. Pablo
nos han tran smitido el relato de la institución de la Eucaristía; por
su parte, S. Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de
Cafarnaúm, palabras que preparan la institución de la Eucaristía:
Cristo se designa a sí mismo como el pan de vida, bajado del cielo (cf
Jn 6).
1339 Jesús escogió el tiempo de la Pascua para
realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su
Cuerpo y su Sangre:
Llegó el día de los Azimos, en el que se había de
inmolar el cordero de Pascua; (Jesús) envió a Pedro y a Juan,
diciendo: `Id y preparadnos la Pascua para que la comamos'...fueron...
y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los apóstoles;
y les dijo: `Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes
de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle
su cumplimiento en el Reino de Dios'...Y tomó pan, dio gracias, lo
partió y se lo dio diciendo: `Esto es mi cuerpo que va a ser
entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío'. De igual modo,
después de cenar, el cáliz, diciendo: `Este cáliz es la Nueva
Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros' (Lc
22,7-20; cf Mt 26,17-29; Mc 14,12-25; 1 Co 11,23-26).
1340 Al celebrar la última Cena con sus apóstoles
en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo
a la pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su
muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y
celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y
anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.
"Haced esto en memoria mía"
1341 El mandamiento de Jesús de repetir sus
gestos y sus palabras "hasta que venga" (1 Co 11,26), no exige
solamente acordarse de Jesús y de lo que hizo. Requiere la celebración
litúrgica por los apóstoles y sus sucesores del memorial de
Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión
junto al Padre.
1342 Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la
orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice: Acudían
asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión
fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones...Acudían al Templo
todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el
pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de
corazón (Hch 2,42.46).
1343 Era sobre todo "el primer día de la
semana", es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús,
cuando los cristianos se reunían para "partir el pan" (Hch
20,7). Desde entonces hasta nuestros días la celebración de la
Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas
partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental. Sigue siendo
el centro de la vida de la Iglesia.
1344 Así, de celebración en celebración,
anunciando el misterio pascual de Jesús "hasta que venga" (1
Co 11,26), el pueblo de Dios peregrinante "camina por la senda
estrecha de la cruz" (AG 1) hacia el banquete celestial, donde
todos los elegidos se sentarán a la mesa del Reino.
IV La celebración litúrgica de la Eucaristía
La misa de todos los siglos
1345 Desde el siglo II, según el testimonio de
S. Justino mártir, tenemos las grandes líneas del desarrollo de la
celebración eucarística. Estas han permanecido invariables hasta
nuestros días a través de la diversidad de tradiciones rituales litúrgicas.
He aquí lo que el santo escribe, hacia el año 155, para explicar al
emperador pagano Antonino Pío (138-161) lo que hacen los cristianos:
El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión
en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo.
Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas,
tanto tiempo como es posible.
Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para
incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas.
Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros...y por todos
los demás donde quiera que estén a fin de que seamos hallados justos
en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos
para alcanzar así la salvación eterna.
Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros.
Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y
de vino mezclados.
El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del
universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias
(en griego: eucharistian) largamente porque hayamos sido
juzgados dignos de estos dones.
Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias todo el pueblo
presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén.
Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha
respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a
todos los que están presentes pan, vino y agua
"eucaristizados" y los llevan a los ausentes (S. Justino,
apol. 1, 65; 67).
1346 La liturgia de la Eucaristía se desarrolla
conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de
los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una
unidad básica:
— La reunión, la liturgia de la Palabra, con
las lecturas, la homilía y la oración universal;
— la liturgia eucarística, con la presentación
del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión.
Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística
constituyen juntas "un solo acto de culto" (SC 56); en efecto,
la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la
Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21).
1347 He aquí el mismo dinamismo del banquete
pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en el camino les
explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos,
"tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo
dio" (cf Lc 24,13- 35).
El desarrollo de la celebración
1348 Todos se reúnen. Los cristianos
acuden a un mismo lugar para la asamblea eucarística. A su cabeza está
Cristo mismo que es el actor principal de la Eucaristía. El es sumo
sacerdote de la Nueva Alianza. El mismo es quien preside invisiblemente
toda celebración eucarística. Como representante suyo, el obispo o el
presbítero (actuando "in persona Christi capitis") preside la
asamblea, toma la palabra después de las lecturas, recibe las ofrendas
y dice la plegaria eucarística. Todos tienen parte activa en la
celebración, cada uno a su manera: los lectores, los que presentan las
ofrendas, los que dan la comunión, y el pueblo entero cuyo "Amén"
manifiesta su participación.
1349 La liturgia de la Palabra comprende
"los escritos de los profetas", es decir, el Antiguo
Testamento, y "las memorias de los apóstoles", es decir sus
cartas y los Evangelios; después la homilía que exhorta a acoger esta
palabra como lo que es verdaderamente, Palabra de Dios (cf 1 Ts 2,13), y
a ponerla en práctica; vienen luego las intercesiones por todos los
hombres, según la palabra del Apóstol: "Ante todo, recomiendo que
se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos
los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en
autoridad" (1 Tm 2,1-2).
1350 La presentación de las ofrendas (el
ofertorio): entonces se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y
el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el
sacrificio eucarístico en el que se convertirán en su Cuerpo y en su
Sangre. Es la acción misma de Cristo en la última Cena, "tomando
pan y una copa". "Sólo la Iglesia presenta esta oblación,
pura, al Creador, ofreciéndole con acción de gracias lo que proviene
de su creación" (S. Ireneo, haer. 4, 18, 4; cf. Ml 1,11). La
presentación de las ofrendas en el altar hace suyo el gesto de
Melquisedec y pone los dones del Creador en las manos de Cristo. El es
quien, en su sacrificio, lleva a la perfección todos los intentos
humanos de ofrecer sacrificios.
1351 Desde el principio, junto con el pan y el
vino para la Eucaristía, los cristianos presentan tambié n s u s d o n
e s p a r a compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de
la colecta (cf 1 Co 16,1), siempre actual, se inspira en el
ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cf 2 Co 8,9):
Los que son ricos y lo desean, cada uno según lo que
se ha impuesto; lo que es recogido es entregado al que preside, y él
atiende a los huérfanos y viudas, a los que la enfermedad u otra
causa priva de recursos, los presos, los inmigrantes y, en una
palabra, socorre a todos los que están en necesidad (S. Justino,
apol. 1, 67,6).
1352 La Anáfora: Con la plegaria eucarística,
oración de acción de gracias y de consagración llegamos al corazón y
a la cumbre de la celebración:
En el prefacio, la Iglesia da gracias al Padre,
por Cristo, en el Espíritu Santo, por todas sus obras , por la creación,
la redención y la santificación. Toda la asamblea se une entonces a la
alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y todos los
santos, cantan al Dios tres veces santo;
1353 En la epíclesis, la Iglesia pide al
Padre que envíe su Espíritu Santo (o el poder de su bendición (cf MR,
canon romano, 90) sobre el pan y el vino, para que se conviertan por su
poder, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y que quienes toman parte
en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu (algunas
tradiciones litúrgicas colocan la epíclesis después de la anámnesis);
en el relato de la institución, la fuerza de las
palabras y de la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo hacen
sacramentalmente presentes bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo
y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre;
1354 en la anámnesis que sigue, la
Iglesia hace memoria de la pasión, de la resurrección y del retorno
glorioso de Cristo Jesús; presenta al Padre la ofrenda de su Hijo que
nos reconcilia con él;
en las intercesiones, la Iglesia expresa que la
Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia del cielo y de
la tierra, de los vivos y de los difuntos, y en comunión con los
pastores de la Iglesia, el Papa, el obispo de la diócesis, su
presbiterio y sus diáconos y todos los obispos del mundo entero con sus
iglesias.
1355 En la comunión, precedida por la
oración del Señor y de la fracción del pan, los fieles reciben
"el pan del cielo" y "el cáliz de la salvación",
el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó "para la vida del
mundo" (Jn 6,51):
Porque este pan y este vino han sido, según la
expresión antigua "eucaristizados", "llamamos a este
alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él s i no
cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha
recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo
nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo" (S.
Justino, apol. 1, 66,1-2).
V El sacrificio sacramental: acción de gracias,
memorial, presencia
1356 Si los cristianos celebran la Eucaristía
desde los orígenes, y de forma que, en su substancia, no ha cambiado a
través de la gran diversidad de épocas y de liturgias, sucede porque
sabemos que estamos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera de
su pasión: "haced esto en memoria mía" (1 Co 11,24-25).
1357 Cumplimos este mandato del Señor celebrando
el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre
lo que él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el
vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de
Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: Así Cristo se hace
real y misteriosamente presente.
1358 Por tanto, debemos considerar la Eucaristía
— como acción de gracias y alabanza al Padre
— como memorial del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo,
— como presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu.
La acción de gracias y la alabanza al Padre
1359 La Eucaristía, sacramento de nuestra
salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de
alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el
sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada
al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo,
la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias
por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación
y en la humanidad.
1360 La Eucaristía es un sacrificio de acción
de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su
reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha
realizado mediante la creación, la redención y la santificación.
"Eucaristía" significa, ante todo, acción de gracias.
1361 La Eucaristía es también el sacrificio de
alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre
de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a
través de Cristo: él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su
intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es
ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en
él.
El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que
es la Iglesia
1362 La Eucaristía es el memorial de la Pascua
de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único
sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las
plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución,
una oración llamada anámnesis o memorial.
1363 En el sentido empleado por la Sagrada
Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los
acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que
Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex 13,3). En la celebración
litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y
actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada
vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Exodo se hacen
presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a
estos acontecimientos.
1364 El memorial recibe un sentido nuevo en el
Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria
de la Pascua de Cristo y esta se hace presente: el sacrificio que Cristo
ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual
(cf Hb 7,25-27): "Cuantas veces se renueva en el altar el
sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado,
se realiza la obra de nuestra redención" (LG 3).
1365 Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la
Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de
la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución:
"Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros" y
"Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada
por vosotros" (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo
cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que
"derramó por muchos para remisión de los pecados" (Mt
26,28).
1366 La Eucaristía es, pues, un sacrificio
porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz,
porque es su memorial y aplica su fruto:
(Cristo), nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios
Padre una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la
cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) una redención
eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su
sacerdocio (Hb 7,24.27), en la última Cena, "la noche en que fue
entregado" (1 Co 11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa
amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana),
donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a
realizarse una única vez en la cruz cuya memoria se perpetuaría
hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se
aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día (Cc.
de Trento: DS 1740).
1367 El sacrificio de Cristo y el sacrificio de
la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: "Es una y la
misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes,
que se ofreció a sí misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la
manera de ofrecer": (Cc. de Trento, Sess. 22a., Doctrina de ss.
Missae sacrificio, c. 2: DS 1743) "Y puesto que en este divino
sacrificio que se realiza en la Misa, se contiene e inmola
incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz "se
ofreció a sí mismo una vez de modo cruento"; …este sacrificio
[es] verdaderamente propiciatorio" (Ibid).
1368 La Eucaristía es igualmente el
sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo,
participa en la ofrenda de su Cabeza. Con él, ella se ofrece
totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los
hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el
sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su
alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de
Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El
sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas alas
generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.
En las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia
representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en
actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz,
por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos
los hombres.
1369 Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a
la intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la
Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía
en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia
universal. El obispo del lugar es siempre responsable de la
Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el
nombre del obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de
la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de
los diáconos. La comunidad intercede también por todos los
ministros que, por ella y con ella, ofrecen el sacrificio eucarístico:
Que sólo sea considerada como legítima la eucaristía
que se hace bajo la presidencia del obispo o de quien él ha señalado
para ello (S. Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8,1).
Por medio del ministerio de los presbíteros, se
realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión
con el sacrificio de Cristo, único Mediador. Este, en nombre de toda
la Iglesia, por manos de los presbíteros, se ofrece incruenta y
sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que el Señor venga (PO 2).
1370 A la ofrenda de Cristo se unen no sólo los
miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están
ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico
en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella
así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia,
con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la
intercesión de Cristo.
1371 El sacrificio eucarístico es también
ofrecido por los fieles difuntos "que han muerto en Cristo y
todavía no están plenamente purificados" (Cc. de Trento: DS
1743), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:
Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os
preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os
hallareis, os acordéis de mi ante el altar del Señor (S. Mónica,
antes de su muerte, a S. Agustín y su hermano; Conf. 9,9,27).
A continuación oramos (en la anáfora) por los santos
padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto
antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las
almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se
halla presente la santa y adorable víctima...Presentando a Dios
nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores,...
presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio
para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres (s. Cirilo de
Jerusalén, Cateq. mist. 5, 9.10).
1372 S. Agustín ha resumido admirablemente esta
doctrina que nos impulsa a una participación cada vez más completa en
el sacrificio de nuestro Redentor que celebramos en la Eucaristía:
Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la
asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un
sacrificio universal por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de
esclavo, llegó a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de
nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza...Tal es el sacrificio de
los cristianos: "siendo muchos, no formamos más que un sólo
cuerpo en Cristo" (Rm 12,5). Y este sacrificio, la Iglesia no
cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar bien conocido de los
fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí
misma (civ. 10,6).
La presencia de Cristo por el poder de su Palabra y
del Espíritu Santo
1373 "Cristo Jesús que murió, resucitó,
que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros" (Rm 8,34),
está presente de múltiples maneras en su Iglesia (cf LG 48): en su
Palabra, en la oración de su Iglesia, "allí donde dos o tres estén
reunidos en mi nombre" (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los
presos (Mt 25,31-46), en los sacramentos de los que él es autor, en el
sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, "sobre
todo, (está presente) bajo las especies eucarísticas"
(SC 7).
1374 El modo de presencia de Cristo bajo las
especies eucarísticas es singular. Eleva la eucaristía por encima de
todos los sacramentos y hace de ella "como la perfección de la
vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos" (S.
Tomás de A., s.th. 3, 73, 3). En el santísimo sacramento de la
Eucaristía están "contenidos verdadera, real y
substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la
divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo
entero" (Cc. de Trento: DS 1651). "Esta presencia se
denomina `real', no a título exclusivo, como si las otras presencias no
fuesen `reales', sino por excelencia, porque es substancial, y
por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente" (MF
39).
1375 Mediante la conversión del pan y del
vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento.
Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la
eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo
para obrar esta conversión. Así, S. Juan Crisóstomo declara que:
No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se
conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue
crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia
estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto
es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas
(Prod. Jud. 1,6).
Y S. Ambrosio dice respecto a esta conversión:
Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la
naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de
que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque
por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada...La palabra de
Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría
cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es
menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela (myst.
9,50.52).
1376 El Concilio de Trento resume la fe católica
cuando afirma: "Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que
ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha
mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo
el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el
cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de
Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia
de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a
este cambio transubstanciación" (DS 1642).
1377 La presencia eucarística de Cristo comienza
en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan
las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada
una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que
la fracción del pan no divide a Cristo (cf Cc. de Trento: DS 1641).
1378 El culto de la Eucaristía. En la
liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo
bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos
o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor.
"La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de
adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente
durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con
el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles
para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión"
(MF 56).
1379 El Sagrario (tabernáculo) estaba
primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que
pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la
profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía,
la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del
Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario
debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia;
debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de
la presencia real de Cristo en el santo sacramento.
1380 Es grandemente admirable que Cristo haya
querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto
que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos
su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por
muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que
nos había amado "hasta el fin" (Jn 13,1), hasta el don de su
vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente
en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf
Ga 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:
La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del
culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No
escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la
contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y
delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración. (Juan Pablo II,
lit. Dominicae Cenae, 3).
1381 "La presencia del verdadero Cuerpo de
Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, `no se
conoce por los sentidos, dice S. Tomás, sino solo por la fe , la
cual se apoya en la autoridad de Dios'. Por ello, comentando el texto de
S. Lucas 22,19: `Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros', S.
Cirilo declara: `No te preguntes si esto es verdad, sino acoge más bien
con fe las palabras del Señor, porque él, que es la Verdad, no
miente" (S. Tomás de Aquino, s.th. 3,75,1, citado por Pablo VI, MF
18):
Adoro te devote, latens Deitas,
Quae sub his figuris vere latitas:
Tibi se cor meum totum subjicit,
Quia te contemplans totum deficit.
Visus, gustus, tactus in te fallitur,
Sed auditu solo tuto creditur:
Credo quidquod dixit Dei Filius:
Nil hoc Veritatis verbo verius.
(Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas especies te ocultas verdaderamente:
A ti mi corazón totalmente se somete,
pues al contemplarte, se siente desfallecer por completo.
La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces;
sólo con el oído se llega a tener fe segura.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios,
nada más verdadero que esta palabra de Verdad.)
VI El banquete pascual
1382 La misa es, a la vez e inseparablemente, el
memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el
banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente
orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de
la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por
nosotros.
1383 El altar, en torno al cual la Iglesia
se reúne en la celebración de la Eucaristía, representa los dos
aspectos de un mismo misterio: el altar del sacrificio y la mesa del Señor,
y esto, tanto más cuanto que el altar cristiano es el símbolo de
Cristo mismo, presente en medio de la asamblea de sus fieles, a la vez
como la víctima ofrecida por nuestra reconciliación y como alimento
celestial que se nos da. "¿Qué es, en efecto, el altar de Cristo
sino la imagen del Cuerpo de Cristo?", dice S. Ambrosio (sacr.
5,7), y en otro lugar: "El altar representa el Cuerpo (de Cristo),
y el Cuerpo de Cristo está sobre el altar" (sacr. 4,7). La
liturgia expresa esta unidad del sacrificio y de la comunión en
numerosas oraciones. Así, la Iglesia de Roma ora en su anáfora:
Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta
ofrenda sea llevada a tu presencia hasta el altar del cielo, por manos
de tu ángel, para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu
Hijo, al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y
bendición.
“Tomad y comed todos de él”: la comunión
1384 El Señor nos dirige una invitación urgente
a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: "En verdad en
verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis
su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jn 6,53).
1385 Para responder a esta invitación, debemos prepararnos
para este momento tan grande y santo. S. Pablo exhorta a un examen de
conciencia: "Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor
indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese,
pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien
come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo"
( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe
recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a
comulgar.
1386 Ante la grandeza de este sacramento, el fiel
sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del
Centurión (cf Mt 8,8): "Señor, no soy digno de que entres en
mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". En la
Liturgia de S. Juan Crisóstomo, los fieles oran con el mismo espíritu:
Hazme comulgar hoy en tu cena mística, oh Hijo de
Dios. Porque no diré el secreto a tus enemigos ni te daré el beso de
Judas. Sino que, como el buen ladrón, te digo: Acuérdate de mí, Señor,
en tu Reino.
1387 Para prepararse convenientemente a recibir
este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la
Iglesia (cf CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos, vestido) se
manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que
Cristo se hace nuestro huésped.
1388 Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía
que los fieles, con las debidas disposiciones (cf CIC, can. 916), comulguen
cuando participan en la misa (cf CIC, can 917. Los fieles, en el
mismo día, pueden recibir la Santísima Eucaristía sólo una segunda
vez: Cf Pontificia Commissio Codici Iuris Canonici Authentice
Interpretando, Responsa ad proposita dubia, 1: AAS 76 (1984) 746):
"Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la
misa, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, del
mismo sacrificio, el cuerpo del Señor" (SC 55).
1389 La Iglesia obliga a los fieles a participar
los domingos y días de fiesta en la divina liturgia (cf OE 15) y a
recibir al menos una vez al año la Eucaristía, s i es posible en
tiempo pascual (cf CIC, can. 920), preparados por el sacramento de la
Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles
recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más
frecuencia aún, incluso todos los días.
1390 Gracias a la presencia sacramental de Cristo
bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan
ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía.
Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente
como la más habitual en el rito latino. "La comunión tiene una
expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos
especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta
el signo del banquete eucarístico" (IGMR 240). Es la forma
habitual de comulgar en los ritos orientales.
Los frutos de la comunión
1391 La comunión acrecienta nuestra unión
con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto
principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor
dice: "Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en
él" (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el
banquete eucarístico: "Lo mismo que me ha enviado el Padre, que
vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí"
(Jn 6,57):
Cuando en las fiestas del Señor los fieles reciben el
Cuerpo del Hijo, proclaman unos a otros la Buena Nueva de que se dan
las arras de la vida, como cuando el ángel dijo a María de Magdala:
"¡Cristo ha resucitado!" He aquí que ahora también la
vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo (Fanqîth,
Oficio siriaco de Antioquía, vol. I, Commun, 237 a-b).
1392 Lo que el alimento material produce en
nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en
nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado,
vivificada por el Espíritu Santo y vivificante (PO 5), conserva,
acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este
crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión
eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la
muerte, cuando nos sea dada como viático.
1393 La comunión nos separa del pecado.
El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es "entregado por
nosotros", y la Sangre que bebemos es "derramada por muchos
para el perdón de los pecados". Por eso la Eucaristía no puede
unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados
cometidos y preservarnos de futuros pecados:
"Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte
del Señor" (1 Co 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor,
anunciamos también el perdón de los pecados . Si cada vez que su
Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo
recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que
peco siempre, debo tener siempre un remedio (S. Ambrosio, sacr. 4,
28).
1394 Como el alimento corporal sirve para
restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad
que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad
vivificada borra los pecados veniales (cf Cc. de Trento: DS
1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace
capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de
arraigarnos en él:
Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos
conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga
el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente
que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por
nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestro propios
corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado
para nosotros, y sepamos vivir crucificados para el mundo...y, llenos
de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios (S. Fulgencio de
Ruspe, Fab. 28,16-19).
1395 Por la misma caridad que enciende en
nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales.
Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su
amistad, tanto más difícil se nos hará romper con él por el pecado
mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados
mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio
de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión
con la Iglesia.
1396 La unidad del Cuerpo místico: La
Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen
más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los
fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica,
profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el
Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a no formar más que un solo
cuerpo (cf 1 Co 12,13). La Eucaristía realiza esta llamada: "El cáliz
de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de
Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?
Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos
participamos de un solo pan" (1 Co 10,16-17):
Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo,
sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís
este sacramento vuestro. Respondéis "Amén" (es decir,
"sí", "es verdad") a lo que recibís, con lo que,
respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir "el Cuerpo de
Cristo", y respondes "amén". Por lo tanto, se tú
verdadero miembro de Cristo para que tu "amén" sea también
verdadero (S. Agustín, serm. 272).
1397 La Eucaristía entraña un compromiso en
favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre
de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más
pobres, sus hermanos (cf Mt 25,40):
Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu
hermano. Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento
al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha
liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así,
no te has hecho más misericordioso (S. Juan Crisóstomo, hom. in 1 Co
27,4).
1398 La Eucaristía y la unidad de los
cristianos. Ante la grandeza de esta misterio, S. Agustín exclama:
"O sacramentum pietatis! O signum unitatis! O vinculum
caritatis!" ("¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad,
oh vínculo de caridad!", Ev. Jo. 26,13; cf SC 47). Cuanto más
dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que rompen la
participación común en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son
las oraciones al Señor para que lleguen los días de la unidad completa
de todos los que creen en él.
1399 Las Iglesias orientales que no están en
plena comunión con la Iglesia católica celebran la Eucaristía con
gran amor. "Mas como estas Iglesias, aunque separadas, tienen
verdaderos sacramentos, y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica,
el sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún más con
nosotros con vínculo estrechísimo" (UR 15). Una cierta comunión in
sacris, por tanto, en la Eucaristía, "no solamente es posible,
sino que se aconseja...en circunstancias oportunas y aprobándolo la
autoridad eclesiástica" (UR 15, cf CIC can. 844,3).
1400 Las comunidades eclesiales nacidas de la
Reforma, separadas de la Iglesia católica, "sobre todo por defecto
del sacramento del orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra
del Misterio eucarístico" (UR 22). Por esto, para la Iglesia católica,
la intercomunión eucarística con estas comunidades no es posible. Sin
embargo, estas comunidades eclesiales "al conmemorar en la Santa
Cena la muerte y la resurrección del Señor, profesan que en la comunión
de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa" (UR
22).
1401 Si, a juicio del ordinario, se presenta una
necesidad grave, los ministros católicos pueden administrar los
sacramentos (eucaristía, penitencia, unción de los enfermos) a
cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica,
pero que piden estos sacramentos con deseo y rectitud: en tal caso se
precisa que profesen la fe católica respecto a estos sacramentos y estén
bien dispuestos (cf CIC, can. 844,4).
VII La Eucaristía, "Pignus futurae
gloriae"
1402 En una antigua oración, la Iglesia aclama
el misterio de la Eucaristía: "O sacrum convivium in quo Christus
sumitur . Recolitur memoria passionis eius; mens impletur gratia et
futurae gloriae nobis pignus datur" ("¡Oh sagrado banquete,
en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión;
el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria
futura!"). Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor
y s i por nuestra comunión en el altar somos colmados "de toda
bendición celestial y gracia" (MR, Canon Romano 96:
"Supplices te rogamus"), la Eucaristía es también la
anticipación de la gloria celestial.
1403 En la última cena, el Señor mismo atrajo
la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el
reino de Dios: "Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto
de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el
Reino de mi Padre" (Mt 26,29; cf. Lc 22,18; Mc 14,25). Cada vez que
la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se
dirige hacia "el que viene" (Ap 1,4). En su oración, implora
su venida: "Maran atha" (1 Co 16,22), "Ven, Señor Jesús"
(Ap 22,20), "que tu gracia venga y que este mundo pase"
(Didaché 10,6).
1404 La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor
viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin
embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía
"expectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Jesu
Christi" ("Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro
Salvador Jesucristo", Embolismo después del Padre Nuestro; cf Tt
2,13), pidiendo entrar "en tu reino, donde esperamos gozar todos
juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas
de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro,
seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus
alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro" (MR, Plegaria Eucarística
3, 128: oración por los difuntos).
1405 De esta gran esperanza, la de los cielos
nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia (cf 2 P 3,13),
no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía.
En efecto, cada vez que se celebra este misterio, "se realiza la
obra de nuestra redención" (LG 3) y "partimos un mismo pan
que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir
en Jesucristo para siempre" (S. Ignacio de Antioquía, Eph 20,2).
Resumen
1406 Jesús dijo: "Yo soy el pan vivo,
bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre...el que
come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna...permanece en mí y
yo en él" (Jn 6, 51.54.56).
1407 La Eucaristía es el corazón y la cumbre
de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos
sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofrecido
una vez por todas en la cruz a su Padre; por medio de este sacrificio
derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia.
1408 La celebración eucarística comprende
siempre: la proclamación de la Palabra de Dios, la acción de gracias a
Dios Padre por todos sus beneficios, sobre todo por el don de su Hijo,
la consagración del pan y del vino y la participación en el banquete
litúrgico por la recepción del Cuerpo y de la Sangre del Señor: estos
elementos constituyen un solo y mismo acto de culto.
1409 La Eucaristía es el memorial de la
Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación realizada por la
vida, la muerte y la resurrección de Cristo, obra que se hace presente
por la acción litúrgica.
1410 Es Cristo mismo, sumo sacerdote y eterno
de la nueva Alianza, quien, por el ministerio de los sacerdotes, ofrece
el sacrificio eucarístico. Y es también el mismo Cristo, realmente
presente bajo las especies del pan y del vino, la ofrenda del sacrificio
eucarístico.
1411 Sólo los presbíteros válidamente
ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino
para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
1412 Los signos esenciales del sacramento
eucarístico son pan de trigo y vino de vid, sobre los cuales es
invocada la bendición del Espíritu Santo y el presbítero pronuncia
las palabras de la consagración dichas por Jesús en la última cena:
"Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros...Este es el cáliz de mi
Sangre..."
1413 Por la consagración se realiza la
transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo. Bajo las especies consagradas del pan y del vino, Cristo mismo,
vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial,
con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad (cf Cc. de Trento: DS
1640; 1651).
1414 En cuanto sacrificio, la Eucaristía es
ofrecida también en reparación de los pecados de los vivos y los
difuntos, y para obtener de Dios beneficios espirituales o temporales.
1415 El que quiere recibir a Cristo en la
Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene
conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía
sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la
Penitencia.
1416 La Sagrada Comunión del Cuerpo y de la
Sangre de Cristo acrecienta la unión del comulgante con el Señor, le
perdona los pecados veniales y lo preserva de pecados graves. Puesto que
los lazos de caridad entre el comulgante y Cristo son reforzados, la
recepción de este sacramento fortalece la unidad de la Iglesia, Cuerpo
místico de Cristo.
1417 La Iglesia recomienda vivamente a los
fieles que reciban la sagrada comunión cuando participan en la
celebración de la Eucaristía; y les impone la obligación de hacerlo
al menos una vez al año.
1418 Puesto que Cristo mismo está presente en
el Sacramento del Altar es preciso honrarlo con culto de adoración.
"La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un
signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor"
(MF).
1419 Cristo, que pasó de este mundo al Padre,
nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a él:
la participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón,
sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos
hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del
cielo, a la Santa Virgen María y a todos los santos.
CAPÍTULO SEGUNDO
LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN
1420 Por los sacramentos de la iniciación
cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Ahora bien, esta
vida la llevamos en "vasos de barro" (2 Co 4,7). Actualmente
está todavía "escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Nos
hallamos aún en "nuestra morada terrena" (2 Co 5,1), sometida
al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de hijo
de Dios puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado.
1421 El Señor Jesucristo, médico de nuestras
almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y
le devolvió la salud del cuerpo (cf Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia
continuase, en la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de
salvación, incluso en sus propios miembros. Este es finalidad de los
dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la
Unción de los enfermos.
ARTÍCULO 4
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN
1422 "Los que se
acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de
Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo,
se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella
les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones"
(LG 11).
I El nombre de este
sacramento
1423 Se le denomina sacramento
de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús
a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que
el hombre se había alejado por el pecado.
Se denomina sacramento de
la Penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de
conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano
pecador.
1424 Es llamado sacramento
de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión
de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este
sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una
"confesión", reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios
y de su misericordia para con el hombre pecador.
Se le llama sacramento
del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote,
Dios concede al penitente "el perdón y la paz" (OP, fórmula
de la absolución).
Se le denomina sacramento
de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que
reconcilia: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20). El que
vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la
llamada del Señor: "Ve primero a reconciliarte con tu
hermano" (Mt 5,24).
II Por qué un sacramento
de la reconciliación después del bautismo
1425 "Habéis
sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el
nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1
Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se
nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender
hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquél que "se ha
revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol S. Juan dice también:
"Si decimos: `no tenemos pecado', nos engañamos y la verdad no está
en nosotros" (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar:
"Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo
de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.
1426 La conversión
a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu
Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han
hecho "santos e inmaculados ante él" (Ef 1,4), como la
Iglesia misma, esposa de Cristo, es "santa e inmaculada ante él"
(Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación
cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza
humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia,
y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos
en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS
1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad
y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos (cf DS 1545; LG
40).
III La conversión de los
bautizados
1427 Jesús llama a
la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del
Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación
de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen
todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar
principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena
Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza
la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de
la vida nueva.
1428 Ahora bien, la
llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los
cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida
para toda la Iglesia que "recibe en su propio seno a los
pecadores" y que siendo "santa al mismo tiempo que necesitada
de purificación constante,busca sin cesar la penitencia y la renovación"
(LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el
movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y
movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor
misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).
1429 De ello da
testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su
Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas
del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la
triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda
conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto
aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!"
(Ap 2,5.16).
S. Ambrosio dice acerca de
las dos conversiones que, en la Iglesia, "existen el agua y las lágrimas:
el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia" (Ep.
41,12).
IV La penitencia interior
1430 Como ya en los
profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no
mira, en primer lugar, a las obras exteriores "el saco y la
ceniza", los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión
del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de
penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la
conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio
de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is
1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).
1431 La penitencia
interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una
conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado,
una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que
hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de
cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la
confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va
acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron "animi
cruciatus" (aflicción del espíritu), "compunctio
cordis" (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de Trento: DS
1676-1678; 1705; Catech. R. 2, 5, 4).
1432 El corazón del hombre es rudo y endurecido.
Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La
conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace
volver a él nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos
convertiremos" (Lc 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para
comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro
corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a
temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón
humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn
19,37; Za 12,10).
Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y
comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido
derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero
la gracia del arrepentimiento (S. Clem. Rom. Cor 7,4).
1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo
"convence al mundo en lo referente al pecado" (Jn 16, 8-9), a
saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero
este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn
15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de
la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, DeV 27-48).
V Diversas formas de penitencia en la vida cristiana
1434 La penitencia interior del cristiano puede
tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre
todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb
12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo,
con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación
radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de
obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para
reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la
preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión
de los santos y la práctica de la caridad "que cubre multitud de
pecados" (1 P 4,8).
1435 La conversión se realiza en la vida
cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres,
el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (Am 5,24; Is
1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la
corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la
dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la
persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a
Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).
1436 Eucaristía y Penitencia. La conversión
y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la
Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que
nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los
que viven de la vida de Cristo; "es el antídoto que nos libera de
nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales" (Cc.
de Trento: DS 1638).
1437 La lectura de la Sagrada Escritura, la oración
de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de
culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de
penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.
1438 Los tiempos y los días de penitencia
a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en
memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica
penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO
880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los
ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las
peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias
como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras
caritativas y misioneras).
1439 El proceso de la conversión y de la
penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola
llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el Padre
misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad
ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el
hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación
profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear
alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión
sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de
declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida
generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos
propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el
banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena
de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su
familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo que conoce las
profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su
misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.
VI El sacramento de la Penitencia y de la
Reconciliación
1440 El pecado es, ante todo, ofensa a Dios,
ruptura de la comunión con él. Al mismo tiempo, atenta contra la
comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el
perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que
expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la
Reconciliación (cf LG 11).
Sólo Dios perdona el pecado
1441 Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7).
Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: "El Hijo del
hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra" (Mc 2,10)
y ejerce ese poder divino: "Tus pecados están perdonados" (Mc
2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús
confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan
en su nombre.
1442 Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en
su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento
del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su
sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al
ministerio apostólico, que está encargado del "ministerio de la
reconciliación" (2 Cor 5,18). El apóstol es enviado "en
nombre de Cristo", y "es Dios mismo" quien, a través de
él, exhorta y suplica: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co
5,20).
Reconciliación con la Iglesia
1443 Durante su vida pública, Jesús no sólo
perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a
los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad
del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso
excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a
los pecadores a su mesa, más aún, él mismo se sienta a su mesa, gesto
que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc
15) y el retorno al seno del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).
1444 Al hacer partícipes a los apóstoles de su
propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la
autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión
eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes
de Cristo a Simón Pedro: "A ti te daré las llaves del Reino de
los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y
lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt
16,19). "Está claro que también el Colegio de los Apóstoles,
unido a su Cabeza (cf Mt 18,18; 28,16-20), recibió la función de atar
y desatar dada a Pedro (cf Mt 16,19)" LG 22).
1445 Las palabras atar y desatar
significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será
excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo
en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La
reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con
Dios.
El sacramento del perdón
1446 Cristo instituyó el sacramento de la
Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante
todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado
grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión
eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva
posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación.
Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como "la segunda
tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la
gracia" (Tertuliano, paen. 4,2; cf Cc. de Trento: DS 1542).
1447 A lo largo de los siglos la forma concreta,
según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha
variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación de los
cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después
de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba
vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes
debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante
largos años, antes de recibir la reconciliación. A este "orden de
los penitentes" (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo
se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la
vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la
tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica
"privada" de la Penitencia, que no exigía la realización pública
y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación
con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más
secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía
la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino
a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola
celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los
pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que
la Iglesia practica hasta nuestros días.
1448 A través de los cambios que la disciplina y
la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los
siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende
dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre
que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la
contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra
parte, la acción de Dios por ministerio de la Iglesia. Por medio
del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia en nombre de Jesucristo
concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la
satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así
el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.
1449 La fórmula de absolución en uso en la
Iglesia latina expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre
de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación
de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a
través de la oración y el ministerio de la Iglesia:
Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al
mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu
Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de
la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (OP 102).
VII Los actos del penitente
1450 "La penitencia mueve al pecador a
sufrir todo voluntariamente; en su corazón, contrición; en la boca,
confesión; en la obra toda humildad y fructífera satisfacción"
(Catech. R. 2,5,21; cf Cc de Trento: DS 1673) .
La contrición
1451 Entre los actos del penitente, la contrición
aparece en primer lugar. Es "un dolor del alma y una detestación
del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar" (Cc.
de Trento: DS 1676).
1452 Cuando brota del amor de Dios amado sobre
todas las cosas, la contrición se llama "contrición
perfecta"(contrición de caridad). Semejante contrición perdona
las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales
si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a
la confesión sacramental (cf Cc. de Trento: DS 1677).
1453 La contrición llamada
"imperfecta" (o "atrición") es también un don de
Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la
fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás
penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia
puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la
acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí
misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados
graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (cf
Cc. de Trento: DS 1678, 1705).
1454 Conviene preparar la recepción de este
sacramento mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la
Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto se
encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y
de las cartas de los apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas
apostólicas (Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6, etc.).
La confesión de los pecados
1455 La confesión de los pecados, incluso desde
un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra
reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta
a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por
ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin
de hacer posible un nuevo futuro.
1456 La confesión de los pecados hecha al
sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la penitencia:
"En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados
mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente,
incluso s i estos pecados son muy secretos y s i han sido cometidos
solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex
20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el
alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de
todos" (Cc. de Trento: DS 1680):
Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar
todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están
presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los
pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan
conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad
divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote.
Porque `si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico,
la medicina no cura lo que ignora' (S. Jerónimo, Eccl. 10,11) (Cc. de
Trento: DS 1680).
1457 Según el mandamiento de la Iglesia
"todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar al
menos una vez la año, los pecados graves de que tiene conciencia"
(CIC can. 989; cf. DS 1683; 1708). "Quien tenga conciencia de
hallarse en pecado grave que no celebre la misa ni comulgue el Cuerpo
del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental a no ser que
concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este
caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición
perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes"
(CIC, can. 916; cf Cc. de Trento: DS 1647; 1661; CCEO can. 711). Los niños
deben acceder al sacramento de la penitencia antes de recibir por
primera vez la sagrada comunión (CIC can.914).
1458 Sin ser estrictamente necesaria, la confesión
de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la
Iglesia (cf Cc. de Trento: DS 1680; CIC 988,2). En efecto, la confesión
habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar
contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar
en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este
sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve
impulsado a ser él también misericordioso (cf Lc 6,36):
El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios
acusa tus pecados, si tú también te acusas, te unes a Dios. El
hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes
hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del
pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has
hecho para que Dios salve lo que él ha hecho...Cuando comienzas a
detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque
reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la
confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la Luz (S.
Agustín, ev. Ioa. 12,13).
La satisfacción
1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es
preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las
cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado,
compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el
pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con
Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia
todos los desórdenes que el pecado causó (cf Cc. de Trento: DS 1712).
Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud
espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados:
debe "satisfacer" de manera apropiada o "expiar" sus
pecados. Esta satisfacción se llama también "penitencia".
1460 La penitencia que el confesor impone
debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su
bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la
naturaleza de los pecados cometidos. Puede consis tir en la oración, en
ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones
voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la
cruz que debemos llevar. Tales penitencias ayudan a configurarnos con
Cristo que, el Unico que expió nuestros pecados (Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2)
una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo
resucitado, "ya que sufrimos con él" (Rm 8,17; cf Cc. de
Trento: DS 1690):
Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por
nuestros pecados, sólo es posible por medio de Jesucristo: nosotros
que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda "del que
nos fortalece, lo podemos todo" (Flp 4,13). Así el hombre no
tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda "nuestra
gloria" está en Cristo...en quien satisfacemos "dando
frutos dignos de penitencia" (Lc 3,8) que reciben su fuerza de él,
por él son ofrecidos al Padre y gracias a él son aceptados por el
Padre (Cc. de Trento: DS 1691).
VIII El ministro de este sacramento
1461 Puesto que Cristo confió a sus apóstoles
el ministerio de la reconciliación (cf Jn 20,23; 2 Co 5,18), los
obispos, sus sucesores, y los presbíteros, colaboradores de los
obispos, continúan ejerciendo este ministerio. En efecto, los obispos y
los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de
perdonar todos los pecados "en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo".
1462 El perdón de los pecados reconcilia con
Dios y también con la Iglesia. El obispo, cabeza visible de la Iglesia
par ticular, es considerado, por tanto, con justo título, desde los
tiempos antiguos como el que tiene principalmente el poder y el
ministerio de la reconciliación: es el moderador de la disciplina
penitencial (LG 26). Los presbíteros, sus colaboradores, lo ejercen en
la medida en que han recibido la tarea de administrarlo sea de su obispo
(o de un superior religioso) sea del Papa, a través del derecho de la
Iglesia (cf CIC can 844; 967-969, 972; CCEO can. 722,3-4).
1463 Ciertos pecados particularmente graves están
sancionados con la excomunión, la pena eclesiástica más severa, que
impide la recepción de los sacramentos y el ejercicio de ciertos actos
eclesiásticos (cf CIC, can. 1331; CCEO, can. 1431. 1434), y cuya
absolución, por consiguiente, sólo puede ser concedida, según el
derecho de la Iglesia, al Papa, al obispo del lugar, o a sacerdotes
autorizados por ellos (cf CIC can. 1354-1357; CCEO can. 1420). En caso
de peligro de muerte, todo sacerdote, aun el que carece de la facultad
de oír confesiones, puede absolver de cualquier pecado (cf CIC can.
976; para la absolución de los pecados, CCEO can. 725) y de toda
excomunión.
1464 Los sacerdotes deben alentar a los fieles a
acceder al sacramento de la penitencia y deben mostrarse disponibles a
celebrar este sacramento cada vez que los cristianos lo pidan de manera
razonable (cf CIC can. 986; CCEO, can 735; PO 13).
1465 Cuando celebra el sacramento de la
Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca
la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre
que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que
no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y
misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el
instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.
1466 El confesor no es dueño, sino el servidor
del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la
intención y a la caridad de Cristo (cf PO 13). Debe tener un
conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las
cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la
verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con
paciencia hacia su curación y su plena madurez. Debe orar y hacer
penitencia por él confiándolo a la misericordia del Señor.
1467 Dada la delicadeza y la grandeza de este
ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que
todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto
absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo
penas muy severas (CIC can. 1388,1; CCEO can. 1456). Tampoco puede hacer
uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los
penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama
"sigilo sacramental", porque lo que el penitente ha
manifestado al sacerdote queda "sellado" por el sacramento.
IX Los efectos de este sacramento
1468 "Toda la virtud de la penitencia reside
en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con él con profunda
amistad" (Catech. R. 2, 5, 18). El fin y el efecto de este
sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que
reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con
una disposición religiosa, "tiene como resultado la paz y la
tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo
espiritual" (Cc. de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de
la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección
espiritual", una restitución de la dignidad y de los bienes de la
vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad
de Dios (Lc 15,32).
1469 Este sacramento reconcilia con la Iglesia
al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El
sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no
cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también
un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el
pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado
en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el
intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos
del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que
se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):
Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios
tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que
reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se
reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en
el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los
hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia
con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación (RP 31).
1470 En este sacramento, el pecador, confiándose
al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el
juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es
ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y
la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el
Reino del que el pecado grave nos aparta (cf 1 Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap
22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador
pasa de la muerte a la vida "y no incurre en juicio" (Jn
5,24).
X Las indulgencias
1471 La doctrina y la práctica de las
indulgencias en la Iglesia están estrechamente ligadas a los efectos
del sacramento de la Penitencia (Pablo VI, const. ap.
"Indulgentiarum doctrina", normas 1-3).
Qué son las indulgencias
"La indulgencia es la remisión ante Dios de la
pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que
un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por
mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención,
distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de
Cristo y de los santos".
"La indulgencia es parcial o plenaria según libere
de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente".
"Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar
por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales
como plenarias" (CIC, can. 992-994).
Las penas del pecado
1472 Para entender esta doctrina y esta práctica
de la Iglesia es preciso recordar que el pecado tiene una doble
consecuencia. El pecado grave nos priva de la comunión con Dios y
por ello nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama
la "pena eterna" del pecado. Por otra parte, todo pecado,
incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que tienen
necesidad de purificación, sea aquí abajo, sea después de la muerte,
en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo
que se llama la "pena temporal" del pecado. Estas dos penas no
deben ser concebidas como una especie de venganza, infligida por Dios
desde el exterior, sino como algo que brota de la naturaleza misma del
pecado. Una conversión que procede de una ferviente caridad puede
llegar a la total purificación del pecador, de modo que no subsistiría
ninguna pena (Cc. de Trento: DS 1712-13; 1820).
1473 El perdón del pecado y la restauración de
la comunión con Dios entrañan la remisión de las penas eternas del
pecado. Pero las penas temporales del pecado permanecen. El cristiano
debe esforzarse, soportando pacientemente los sufrimientos y las pruebas
de toda clase y, llegado el día, enfrentándose serenamente con la
muerte, por aceptar como una gracia estas penas temporales del pecado;
debe aplicarse, tanto mediante las obras de misericordia y de caridad,
como mediante la oración y las distintas prácticas de penitencia, a
despojarse completamente del "hombre viejo" y a revestirse del
"hombre nuevo" (cf. Ef 4,24).
En la comunión de los santos
1474 El cristiano que quiere purificarse de su
pecado y santificarse con ayuda de la gracia de Dios no se encuentra sólo.
"La vida de cada uno de los hijos de Dios está ligada de una
manera admirable, en Cristo y por Cristo, con la vida de todos los otros
hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de
Cristo, como en una persona mística" (Pablo VI, Const. Ap.
"Indulgentiarum doctrina", 5).
1475 En la comunión de los santos, por
consiguiente, "existe entre los fieles -tanto entre quienes ya son
bienaventurados como entre los que expían en el purgatorio o los que
que peregrinan todavía en la tierra- un constante vínculo de amor y un
abundante intercambio de todos los bienes" (Pablo VI, ibid). En
este intercambio admirable, la santidad de uno aprovecha a los otros, más
allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los demás. Así, el
recurso a la comunión de los santos permite al pecador contrito estar
antes y más eficazmente purificado de las penas del pecado.
1476 Estos bienes espirituales de la comunión de
los santos, los llamamos también el tesoro de la Iglesia,
"que no es suma de bienes, como lo son las riquezas materiales
acumuladas en el transcurso de los siglos, sino que es el valor infinito
e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de
Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre del
pecado y llegase a la comunión con el Padre. Sólo en Cristo, Redentor
nuestro, se encuentran en abundancia las satisfacciones y los méritos
de su redención (cf Hb 7,23-25; 9, 11-28)" (Pablo VI, Const. Ap.
"Indulgentiarum doctrina", ibid).
1477 "Pertenecen igualmente a este tesoro el
precio verdaderamente inmenso, inconmensurable y siempre nuevo que
tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de la Bienaventurada
Virgen María y de todos los santos que se santificaron por la gracia de
Cristo, siguiendo sus pasos, y realizaron una obra agradable al Padre,
de manera que, trabajando en su propia salvación, cooperaron igualmente
a la salvación de sus hermanos en la unidad del Cuerpo místico"
(Pablo VI, ibid).
Obtener la indulgencia de Dios por medio de la
Iglesia
1478 Las indulgencias se obtienen por la Iglesia
que, en virtud del poder de atar y desatar que le fue concedido por
Cristo Jesús, interviene en favor de un cristiano y le abre el tesoro
de los méritos de Cristo y de los santos para obtener del Padre de la
misericordia la remisión de las penas temporales debidas por sus
pecados. Por eso la Iglesia no quiere solamente acudir en ayuda de este
cristiano, sino también impulsarlo a hacer a obras de piedad, de
penitencia y de caridad (cf Pablo VI, ibid. 8; Cc. de Trento: DS 1835).
1479 Puesto que los fieles difuntos en vía de
purificación son también miembros de la misma comunión de los santos,
podemos ayudarles, entre otras formas, obteniendo para ellos
indulgencias, de manera que se vean libres de las penas temporales
debidas por sus pecados.
XI La celebración del sacramento de la Penitencia
1480 Como todos los sacramentos, la Penitencia es
una acción litúrgica. Ordinariamente los elementos de su celebración
son: saludo y bendición del sacerdote, lectura de la Palabra de Dios
para iluminar la conciencia y suscitar la contrición, y exhortación al
arrepentimiento; la confesión que reconoce los pecados y los manifiesta
al sacerdote; la imposición y la aceptación de la penitencia; la
absolución del sacerdote; alabanza de acción de gracias y despedida
con la bendición del sacerdote.
1481 La liturgia bizantina posee expresiones
diversas de absolución, en forma deprecativa, que expresan
admirablemente el misterio del perdón: "Que el Dios que por el
profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados, y a Pedro
cuando lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas
sobre sus pies, y al publicano, y al pródigo, que este mismo Dios, por
medio de mí, pecador, os perdone en esta vida y en la otra y que os
haga comparecer sin condenaros en su temible tribunal. El que es bendito
por los siglos de los siglos. Amén.".
1482 El sacramento de la penitencia puede también
celebrarse en el marco de una celebración comunitaria, en la que
los penitentes se preparan a la confesión y juntos dan gracias por el
perdón recibido. Así la confesión personal de los pecados y la
absolución individual están insertadas en una liturgia de la Palabra
de Dios, con lecturas y homilía, examen de conciencia dirigido en común,
petición comunitaria del perdón, rezo del Padrenuestro y acción de
gracias en común. Esta celebración comunitaria expresa más claramente
el carácter eclesial de la penitencia. En todo caso, cualquiera que sea
la manera de su celebración, el sacramento de la Penitencia es siempre,
por su naturaleza misma, una acción litúrgica, por tanto, eclesial y pública
(cf SC 26-27).
1483 En casos de necesidad grave se puede
recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con
confesión general y absolución general. Semejante necesidad grave
puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el
sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo suficiente para oír la confesión
de cada penitente. La necesidad grave puede existir también cuando,
teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores
para oír debidamente las confesiones individuales en un tiempo
razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían
privados durante largo tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada
comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la
absolución, el propósito de confesar individualmente sus pecados
graves en su debido tiempo (CIC can. 962,1). Al obispo diocesano
corresponde juzgar s i existen las condiciones requeridas para la
absolución general (CIC can. 961,2). Una gran concurrencia de fieles
con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por
su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave.
1484 "La confesión individual e íntegra y
la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los
fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una
imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión"
(OP 31). Y esto se establece así por razones profundas. Cristo actúa
en cada uno de los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de
los pecadores: "Hijo, tus pecados están perdonados" (Mc 2,5);
es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen
necesidad de él (cf Mc 2,17) para curarlos; los restaura y los devuelve
a la comunión fraterna. Por tanto, la confesión personal es la forma más
significativa de la reconciliación con Dios y con la Iglesia.
Resumen
1485 En la tarde de Pascua, el Señor Jesús
se mostró a sus apóstoles y les dijo: "Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23).
1486 El perdón de los pecados cometidos después
del Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado sacramento de
la conversión, de la confesión, de la penitencia o de la reconciliación.
1487 Quien peca lesiona el honor de Dios y su
amor, su propia dignidad de hombre llamado a ser hijo de Dios y el bien
espiritual de la Iglesia, de la que cada cristiano debe ser una piedra
viva.
1488 A los ojos de la fe, ningún mal es más
grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores
mismos, para la Iglesia y para el mundo entero.
1489 Volver a la comunión con Dios, después
de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que nace de la gracia
de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de los hombres.
Es preciso pedir este don precioso para sí mismo y para los demás.
1490 El movimiento de retorno a Dios, llamado
conversión y arrepentimiento, implica un dolor y una aversión respecto
a los pecados cometidos, y el propósito firme de no volver a pecar. La
conversión, por tanto, mira al pasado y al futuro; se nutre de la
esperanza en la misericordia divina.
1491 El sacramento de la Penitencia está
constituido por el conjunto de tres actos realizados por el penitente, y
por la absolución del sacerdote. Los actos del penitente son: el
arrepentimiento, la confesión o manifestación de los pecados al
sacerdote y el propósito de realizar la reparación y las obras de
penitencia.
1492 El arrepentimiento (llamado también
contrición) debe estar inspirado en motivaciones que brotan de la fe.
Si el arrepentimiento es concebido por amor de caridad hacia Dios, se le
llama "perfecto"; si está fundado en otros motivos se le
llama "imperfecto".
1493 El que quiere obtener la reconciliación
con Dios y con la Iglesia debe confesar al sacerdote todos los pecados
graves que no ha confesado aún y de los que se acuerda tras examinar
cuidadosamente su conciencia. Sin ser necesaria, de suyo, la confesión
de las faltas veniales está recomendada vivamente por la Iglesia.
1494 El confesor impone al penitente el
cumplimiento de ciertos actos de "satisfacción" o de
"penitencia", para reparar el daño causado por el pecado y
restablecer los hábitos propios del discípulo de Cristo.
1495 Sólo los sacerdotes que han recibido de
la autoridad de la Iglesia la facultad de absolver pueden ordinariamente
perdonar los pecados en nombre de Cristo.
1496 Los efectos espirituales del sacramento
de la Penitencia son:
— la reconciliación con Dios por la que el
penitente recupera la gracia;
— la reconciliación con la Iglesia;
— la remisión de la pena eterna contraída por los pecados mortales;
— la remisión, al menos en parte, de las penas temporales,
consecuencia del pecado;
— la paz y la serenidad de la conciencia, y el consuelo espiritual;
— el acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate
cristiano.
1497 La confesión individual e integra de los
pecados graves seguida de la absolución es el único medio ordinario
para la reconciliación con Dios y con la Iglesia.
1498 Mediante las indulgencias, los fieles
pueden alcanzar para sí mismos y también para las almas del Purgatorio
la remisión de las penas temporales, consecuencia de los pecados.
ARTÍCULO 5
LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS
1499 "Con la sagrada unción
de los enfermos y con la oración de los presbíteros , toda la Iglesia
entera encomienda a os enfermos al Señor sufriente y glorificado para
que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la
pasión y muerte de Cristo; y contribuir, así, al bien del Pueblo de
Dios" (LG 11).
I Fundamentos en la economía de la salvación
La enfermedad en la vida humana
1500 La enfermedad y el
sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que
aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su
impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos
entrever la muerte.
1501 La enfermedad puede conducir
a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la
desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también h acer a la
persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es
esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la
enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a él.
El enfermo ante Dios
1502 El hombre del Antiguo
Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se lamenta por
su enfermedad (cf Sal 38) y de él, que es el Señor de la vida y de la
muerte, implora la curación (cf Sal 6,3; Is 38). La enfermedad se
convierte en camino de conversión (cf Sal 38,5; 39,9.12) y el perdón
de Dios inaugura la curación (cf Sal 32,5; 107,20; Mc 2,5-12). Israel
experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al
pecado y al mal; y que la fidelidad a Dios, según su Ley, devuelve la
vida: "Yo, el Señor, soy el que te sana" (Ex 15,26). El
profeta entreve que el sufrimiento puede tener también un sentido
redentor por los pecados de los demás (cf Is 53,11). Finalmente, Isaías
anuncia que Dios hará venir un tiempo para Sión en que perdonará toda
falta y curará toda enfermedad (cf Is 33,24).
Cristo, médico
1503 La compasión de Cristo hacia
los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase (cf
Mt 4,24) son un signo maravilloso de que "Dios ha visitado a su
pueblo" (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús
no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los
pecados (cf Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es
el médico que los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia
todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: "Estuve
enfermo y me visitasteis" (Mt 25,36). Su amor de predilección para
con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la
atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en
su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables
esfuerzos por aliviar a los que sufren.
1504 A menudo Jesús pide a los
enfermos que crean (cf Mc 5,34.36; 9,23). Se sirve de signos para curar:
saliva e imposición de manos (cf Mc 7,32-36; 8, 22-25), barro y ablución
(cf Jn 9,6s). Los enfermos tratan de tocarlo (cf Mc 1,41; 3,10; 6,56)
"pues salía de él una fuerza que los curaba a todos" (Lc
6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa "tocándonos"
para sanarnos.
1505 Conmovido por tantos
sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que
hace suyas sus miserias: "El tomó nuestras flaquezas y cargó con
nuestras enfermedades" (Mt 8,17; cf Is 53,4). No curó a todos los
enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios.
Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la
muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso
del mal (cf Is 53,4-6) y quitó el "pecado del mundo" (Jn
1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión
y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento:
desde entonces éste nos configura con él y nos une a su pasión
redentora.
“Sanad a los enfermos...”
1506 Cristo invita a sus discípulos
a seguirle tomando a su vez su cruz (cf Mt 10,38). Siguiéndole
adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos.
Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su
ministerio de compasión y de curación: "Y, yéndose de allí,
predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían
con aceite a muchos enfermos y los curaban" (Mc 6,12-13).
1507 El Señor resucitado renueva
este envío ("En mi nombre...impondrán las manos sobre los
enfermos y se pondrán bien"; Mc 16,17-18) y lo confirma con los
signos que la Iglesia realiza invocando su nombre (cf. Hch 9,34; 14,3).
Estos signos manifiestan de una manera especial que Jesús es
verdaderamente "Dios que salva" (cf Mt 1,21; Hch 4,12).
1508 El Espíritu Santo da a
algunos un carisma especial de curación (cf 1 Co 12,9.28.30) para
manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni
siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas
las enfermedades. Así S. Pablo aprende del Señor que "mi gracia
te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza" (2 Co
12,9), y que los sufrimientos que tengo que padecer, tienen como sentido
lo siguiente: "completo en mi carne lo que falta a las
tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia"
(Col 1,24).
1509 "¡Sanad a los
enfermos!" (Mt 10,8). La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor
e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los
enfermos como por la oración de intercesión con la que los acompaña.
Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de
los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los
sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida
eterna (cf Jn 6,54.58) y cuya conexión con la salud corporal insinúa
S. Pablo (cf 1 Co 11,30).
1510 No obstante la Iglesia apostólica
tuvo un rito propio en favor de los enfermos, atestiguado por Santiago:
"Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la
Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor.
Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se
levante, y s i hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (St
5,14-15). La Tradición ha reconocido en este rito uno de los siete
sacramentos de la Iglesia (cf DS 216; 1324-1325; 1695-1696; 1716-1717).
Un sacramento de los enfermos
1511 La Iglesia cree y confiesa
que, entre los siete sacramentos, existe un sacramento especialmente
destinado a reconfortar a los atribulados por la enfermedad: la Unción
de los enfermos:
Esta unción santa de los enfermos fue instituida por Cristo nuestro Señor
como un sacramento del Nuevo Testamento, verdadero y propiamente dicho,
insinuado por Mc (cf.Mc 6,13), y recomendado a los fieles y promulgado
por Santiago, apóstol y hermano del Señor [cf. St 5,14-15] (Cc. de
Trento: DS 1695).
1512 En la tradición litúrgica,
tanto en Oriente como en Occidente, se poseen desde la antigüedad
testimonios de unciones de enfermos practicadas con aceite bendito. En
el transcurso de los siglos, la Unción de los enfermos fue conferida,
cada vez más exclusivamente, a los que estaban a punto de morir. A
causa de esto, había recibido el nombre de "Extremaunción".
A pesar de esta evolución, la liturgia nunca dejó de orar al Señor a
fin de que el enfermo pudiera recobrar su salud si así convenía a su
salvación (cf. DS 1696).
1513 La Constitución apostólica
"Sacram Unctionem Infirmorum" del 30 de Noviembre de 1972, de
conformidad con el Concilio Vaticano II (cf SC 73) estableció que, en
adelante, en el rito romano, se observara lo que sigue:
El sacramento de la Unción de los enfermos se administra a los
gravemente enfermos ungiéndolos en la frente y en las manos con aceite
de oliva debidamente bendecido o, según las circunstancias, con otro
aceite de plantas, y pronunciando una sola vez estas palabras: "per
istam sanctam unctionem et suam piissimam misericordiam adiuvet te
Dominus gratia spiritus sancti ut a peccatis liberatum te salvet atque
propitius allevet" ("Por esta santa Unción, y por su
bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu
Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te
conforte en tu enfermedad", cf. CIC, can. 847,1).
II Quién recibe y quién administra este sacramento
En caso de grave enfermedad ...
1514 La unción de los enfermos
"no es un sacramento sólo para aquellos que están a punto de
morir. Por eso, se considera tiempo oportuno para recibirlo cuando el
fiel empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez"
(SC 73; cf CIC, can. 1004,1; 1005; 1007; CCEO, can. 738).
1515 Si un enfermo que recibió la
unción recupera la salud, puede, en caso de nueva enfermedad grave,
recibir de nuevo este sacramento. En el curso de la misma enfermedad, el
sacramento puede ser reiterado si la enfermedad se agrava. Es apropiado
recibir la Unción de los enfermos antes de una operación importante. Y
esto mismo puede aplicarse a las personas de edad edad avanzada cuyas
fuerzas se debilitan.
"...llame a los presbíteros de la Iglesia"
1516 Solo los sacerdotes (obispos
y presbíteros) son ministros de la unción de los enfermos (cf Cc. de
Trento: DS 1697; 1719; CIC, can. 1003; CCEO. can. 739,1). Es deber de
los pastores instruir a los fieles sobre los beneficios de este
sacramento. Los fieles deben animar a los enfermos a llamar al sacerdote
para recibir este sacramento. Y que los enfermos se preparen para
recibirlo en buenas disposiciones, con la ayuda de su pastor y de toda
la comunidad eclesial a la cual se invita a acompañar muy especialmente
a los enfermos con sus oraciones y sus atenciones fraternas.
III La celebración del sacramento
1517 Como en todos los
sacramentos, la unción de los enfermos se celebra de forma litúrgica y
comunitaria (cf SC 27), que tiene lugar en familia, en el hospital o en
la iglesia, para un solo enfermo o para un grupo de enfermos. Es muy
conveniente que se celebre dentro de la Eucaristía, memorial de la
Pascua del Señor. Si las circunstancias lo permiten, la celebración
del sacramento puede ir precedida del sacramento de la Penitencia y
seguida del sacramento de la Eucaristía. En cuanto sacramento de la
Pascua de Cristo, la Eucaristía debería ser siempre el último
sacramento de la peregrinación terrenal, el "viático" para
el "paso" a la vida eterna.
1518 Palabra y sacramento forman
un todo inseparable. La Liturgia de la Palabra, precedida de un acto de
penitencia, abre la celebración. Las palabras de Cristo y el testimonio
de los apóstoles suscitan la fe del enfermo y de la comunidad para
pedir al Señor la fuerza de su Espíritu.
1519 La celebración del
sacramento comprende principalmente estos elementos: "los presbíteros
de la Iglesia" (St 5,14) imponen -en silencio- las manos a los
enfermos; oran por los enfermos en la fe de la Iglesia (cf St 5,15); es
la epíclesis propia de este sacramento; luego ungen al enfermo con óleo
bendecido, si es posible, por el obispo.
Estas acciones litúrgicas indican la gracia que este sacramento
confiere a los enfermos.
IV Efectos de la celebración de este sacramento
1520 Un don particular del Espíritu
Santo. La gracia primera de este sacramento es un gracia de
consuelo, de paz y de ánimo para vencer las dificultades propias del
estado de enfermedad grave o de la fragilidad de la vejez. Esta gracia
es un don del Espíritu Santo que renueva la confianza y la fe en Dios y
fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente tentación
de desaliento y de angustia ante la muerte (cf. Hb 2,15). Esta
asistencia del Señor por la fuerza de su Espíritu quiere conducir al
enfermo a la curación del alma, pero también a la del cuerpo, si tal
es la voluntad de Dios (cf Cc. de Florencia: DS 1325). Además, "si
hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (St 5,15; cf Cc. de
Trento: DS 1717).
1521 La unión a la Pasión de
Cristo. Por la gracia de est e sacramento, el enfermo recibe la
fuerza y el don de unirse más íntimamente a la Pasión de Cristo: en
cierta manera es consagrado para dar fruto por su configuración
con la Pasión redentora del Salvador. El sufrimiento, secuela del
pecado original, recibe un sentido nuevo, viene a ser participación en
la obra salvífica de Jesús.
1522 Una gracia eclesial.
Los enfermos que reciben este sacramento, "uniéndose libremente a
la pasión y muerte de Cristo, contribuyen al bien del Pueblo de
Dios" (LG 11). Cuando celebra este sacramento, la Iglesia, en la
comunión de los santos, intercede por el bien del enfermo. Y el
enfermo, a su vez, por la gracia de este sacramento, contribuye a la
santificación de la Iglesia y al bien de todos los hombres por los que
la Iglesia sufre y se ofrece, por Cristo, a Dios Padre.
1523 Una preparación para el
último tránsito. Si el sacramento de la unción de los enfermos es
concedido a todos los que sufren enfermedades y dolencias graves, lo es
con mayor razón "a los que están a punto de salir de esta
vida" ("in exitu viae constituti"; Cc. de Trento: DS
1698), de manera que se la llamado también "sacramentum
exeuntium" ("sacramento de los que parten", ibid.). La
Unción de los enfermos acaba de conformarnos con la muerte y a la
resurrección de Cristo, como el Bautismo había comenzado a hacerlo. Es
la última de las sagradas unciones que jalonan toda la vida cristiana;
la del Bautismo había sellado en nosotros la vida nueva; la de la
Confirmación nos había fortalecido para el combate de esta vida. Esta
última unción ofrece al término de nuestra vida terrena un sólido
puente levadizo para entrar en la Casa del Padre defendiéndose en los
últimos combates (cf ibid.: DS 1694).
V El Viático, último sacramento del cristiano
1524 A los que van a dejar esta
vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la
Eucaristía como viático. Recibida en este momento del paso hacia el
Padre, la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene una
significación y una importancia particulares. Es semilla de vida eterna
y poder de resurrección, según las palabras del Señor: "El que
come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré
el último día" (Jn 6,54). Puesto que es sacramento de Cristo
muerto y resucitado, la Eucaristía es aquí sacramento del paso de la
muerte a la vida, de este mundo al Padre (Jn 13,1).
1525 Así, como los sacramentos
del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía constituyen una
unidad llamada "los sacramentos de la iniciación cristiana",
se puede decir que la Penitencia, la Santa Unción y la Eucaristía, en
cuanto viático, constituyen, cuando la vida cristiana toca a su fin,
"los sacramentos que preparan para entrar en la Patria" o los
sacramentos que cierran la peregrinación.
Resumen
1526 "¿Está enfermo
alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren
sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de
la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si
hubiera cometidos pecados, le serán perdonados" (St 5,14-15).
1527 El sacramento de la Unción
de los enfermos tiene por fin conferir una gracia especial al cristiano
que experimenta las dificultades inherentes al estado de enfermedad
grave o de vejez.
1528 El tiempo oportuno para recibir la Santa Unción
llega ciertamente cuando el fiel comienza a encontrarse en peligro de
muerte por causa de enfermedad o de vejez.
1529 Cada vez que un cristiano
cae gravemente enfermo puede recibir la Santa Unción, y también
cuando, después de haberla recibido, la enfermedad se agrava.
1530 Sólo los sacerdotes
(presbíteros y obispos) pueden administrar el sacramento de la Unción
de los enfermos; para conferirlo emplean óleo bendecido por el Obispo,
o, en caso necesario, por el mismo presbítero que celebra.
1531 Lo esencial de la
celebración de este sacramento consiste en la unción en la frente y
las manos del enfermo (en el rito romano) o en otras partes del cuerpo
(en Oriente), unción acompañada de la oración litúrgica del
sacerdote celebrante que pide la gracia especial de este sacramento.
1532 La gracia especial del
sacramento de la Unción de los enfermos tiene como efectos:
— la unión del enfermo a la Pasión de Cristo, para su bien y el de
toda la Iglesia;
— el consuelo, la paz y el ánimo para soportar cristianamente los
sufrimientos de la enfermedad o de la vejez;
— el perdón de los pecados si el enfermo no ha podido obtenerlo por
el sacramento de la penitencia;
— el restablecimiento de la salud corporal, si conviene a la salud
espiritual;
— la preparación para el paso a la vida eterna.
CAPÍTULO TERCERO
LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD
1533 El Bautismo, la Confirmación
y la Eucaristía son los sacramentos de la iniciación cristiana.
Fundamentan la vocación común de todos los discípulos de Cristo, que
es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo.
Confieren las gracias necesarias para vivir según el Espíritu en esta
vida de peregrinos en marcha hacia la patria.
1534 Otros dos sacramentos, el
Orden y el Matrimonio, están ordenados a la salvación de los demás.
Contribuyen ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen
mediante el servicio que prestan a los demás. Confieren una misión
particular en la Iglesia y sirven a la edificación del Pueblo de Dios.
1535 En estos sacramentos, los que
fueron ya consagrados por el Bautismo y la Confirmación (LG 10)
para el sacerdocio común de todos los fieles, pueden recibir consagraciones
particulares. Los que reciben el sacramento del orden son consagrados
para "en el nombre de Cristo ser los pastores de la Iglesia con la
palabra y con la gracia de Dios" (LG 11). Por su parte, "los cónyuges
cristianos, son fortificados y como consagrados para los deberes
y dignidad de su estado por este sacramento especial" (GS 48,2).
ARTÍCULO 6
EL SACRAMENTO DEL ORDEN
1536 El Orden es el sacramento
gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue
siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el
sacramento del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el
episcopado, el presbiterado y el diaconado.
(Sobre la institución y la misión del ministerio apostólico por
Cristo ya se ha tratado en la primera parte. Aquí sólo se trata de la
realidad sacramental mediante la que se transmite este ministerio)
I El nombre de sacramento del Orden
1537 La palabra Orden
designaba, en la antigüedad romana, cuerpos constituidos en sentido
civil, sobre todo el cuerpo de los que gobiernan. Ordinatio
designa la integración en un ordo. En la Iglesia hay cuerpos
constituidos que la Tradición, no sin fundamentos en la Sagrada
Escritura (cf Hb 5,6; 7,11; Sal 110,4), llama desde los tiempos antiguos
con el nombre de taxeis (en griego), de ordines (en latín):
así la liturgia habla del ordo episcoporum, del ordo
presbyterorum, del ordo diaconorum. También reciben este
nombre de ordo otros grupos: los catecúmenos, las vírgenes, los
esposos, las viudas...
1538 La integración en uno de
estos cuerpos de la Iglesia se hacía por un rito llamado ordinatio,
acto religioso y litúrgico que era una consagración, una bendición o
un sacramento. Hoy la palabra ordinatio está reservada al acto
sacramental que incorpora al orden de los obispos, de los presbíteros y
de los diáconos y que va más allá de una simple elección, designación,
delegación o institución por la comunidad, pues confiere
un don del Espíritu Santo que permite ejercer un "poder
sagrado" (sacra potestas; cf LG 10) que sólo puede venir de
Cristo, a través de su Iglesia. La ordenación también es llamada
consecratio porque es un "poner a parte" y un
"investir" por Cristo mismo para su Iglesia. La imposición de
manos del obispo, con la oración consecratoria, constituye el signo
visible de esta consagración.
II El sacramento del Orden en la economía de la salavación
El sacerdocio de la Antigua Alianza
1539 El pueblo elegido fue
constituido por Dios como "un reino de sacerdotes y una nación
consagrada" (Ex 19,6; cf Is 61,6). Pero dentro del pueblo de
Israel, Dios escogió una de las doce tribus, la de Leví, para el
servicio litúrgico (cf. Nm 1,48-53); Dios mismo es la parte de su
herencia (cf. Jos 13,33). Un rito propio consagró los orígenes del
sacerdocio de la Antigua Alianza (cf Ex 29,1-30; Lv 8). En ella los
sacerdotes fueron establecidos "para intervenir en favor de los
hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por
los pecados" (Hb 5,1).
1540 Instituido para anunciar la
palabra de Dios (cf Ml 2,7-9) y para restablecer la comunión con Dios
mediante los sacrificios y la oración, este sacerdocio de la Antigua
Alianza, sin embargo, era incapaz de realizar la salvación, por lo cual
tenía necesidad de repetir sin cesar los sacrificios, y no podía
alcanzar una santificación definitiva (cf. Hb 5,3; 7,27; 10,1-4), que sólo
podría alcanzada por el sacrificio de Cristo.
1541 No obstante, la liturgia de
la Iglesia ve en el sacerdocio de Aarón y en el servicio de los
levitas, así como en la institución de los setenta
"ancianos" (cf Nm 11,24-25), prefiguraciones del ministerio
ordenado de la Nueva Alianza. Por ello, en el rito latino la Iglesia se
dirige a Dios en la oración consecratoria de la ordenación de los
obispos de la siguiente manera:
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo...has establecido las reglas
de la Iglesia: elegiste desde el principio un pueblo santo, descendiente
de Abraham , y le diste reyes y sacerdotes que cuidaran del servicio de
tu santuario...
1542 En la ordenación de presbíteros,
la Iglesia ora:
Señor, Padre Santo...en la Antigua Alianza se fueron perfeccionando a
través de los signos santos los grados del sacerdocio...cuando a los
sumos sacerdotes, elegidos para regir el pueblo, les diste compañeros
de menor orden y dignidad, para que les ayudaran como
colaboradores...multiplicaste el espíritu de Moisés, comunicándolo a
los setenta varones prudentes con los cuales gobernó fácilmente un
pueblo numeroso. Así también transmitiste a los hijos de Aarón la
abundante plenitud otorgada a su padre.
1543 Y en la oración
consecratoria para la ordenación de diáconos, la Iglesia confiesa:
Dios Todopoderoso...tú haces crecer a la Iglesia...la edificas como
templo de tu gloria...así estableciste que hubiera tres órdenes de
ministros para tu servicio, del mismo modo que en la Antigua Alianza habías
elegido a los hijos de Leví para que sirvieran al templo, y, como
herencia, poseyeran una bendición eterna.
El único sacerdocio de Cristo
1544 Todas las prefiguraciones del
sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo
Jesús, "único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tm 2,5).
Melquisedec, "sacerdote del Altísimo" (Gn 14,18), es
considerado por la Tradición cristiana como una prefiguración del
sacerdocio de Cristo, único "Sumo Sacerdote según el orden de
Melquisedec" (Hb 5,10; 6,20), "santo, inocente,
inmaculado" (Hb 7,26), que, "mediante una sola oblación ha
llevado a la perfección para siempre a los santificados" (Hb
10,14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz.
1545 El sacrificio redentor de
Cristo es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace
presente en el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Lo mismo acontece
con el único sacerdocio de Cristo: se hace presente por el sacerdocio
ministerial sin que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de
Cristo: "Et ideo solus Christus est verus sacerdos, alii autem
ministri eius" ("Y por eso sólo Cristo es el verdadero
sacerdote; los demás son ministros suyos", S. Tomás de A. Hebr.
VII, 4).
Dos modos de participar en el único sacerdocio de Cristo
1546 Cristo, sumo sacerdote y único
mediador, ha hecho de la Iglesia "un Reino de sacerdotes para su
Dios y Padre" (Ap 1,6; cf. Ap 5,9-10; 1 P 2,5.9). Toda la comunidad
de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su
sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su
vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por
los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son
"consagrados para ser...un sacerdocio santo" (LG 10)
1547 El sacerdocio ministerial o
jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común
de todos los fieles, "aunque su diferencia es esencial y no sólo
en grado, están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan,
cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo" (LG 10). ¿En
qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en
el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de
caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al
servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia
bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los
cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto
es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden.
In persona Christi Capitis...
1548 En el servicio eclesial del
ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como
Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio
redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir
que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa "in
persona Christi Capitis" (cf LG 10; 28; SC 33; CD 11; PO 2,6):
El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús.
Si, ciertamente, aquel es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración
sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el poder de
Cristo mismo a quien representa (virtute ac persona ipsius Christi) (Pío
XII, enc. Mediator Dei)
"Christus est fons totius sacerdotii; nan sacerdos legalis erat
figura ipsius, sacerdos autem novae legis in persona ipsius
operatur" ("Cristo es la fuente de todo sacerdocio, pues el
sacerdote de la antigua ley era figura de EL, y el sacerdote de la nueva
ley actúa en representación suya" (S. Tomás de A., s.th. 3, 22,
4).
1549 Por el ministerio ordenado,
especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de
Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la
comunidad de los creyentes. Según la bella expresión de San Ignacio de
Antioquía, el obispo es typos tou Patros, es imagen viva de Dios
Padre (Trall. 3,1; cf Magn. 6,1).
1550 Esta presencia de Cristo en
el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de
todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir
del pecado. No todos los actos del ministro son garantizado s de la
misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los
sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del
ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos
en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre
el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por
consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia.
1551 Este sacerdocio es ministerial.
"Esta Función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo,
es un verdadero servicio" (LG 24). Está enteramente referido a
Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio
único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la
Iglesia. El sacramento del Orden comunica "un poder sagrado",
que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe,
por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el
último y el servidor de todos (cf. Mc 10,43-45; 1 P 5,3). "El Señor
dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de
amor a él" (S. Juan Crisóstomo, sac. 2,4; cf. Jn 21,15-17).
“En nombre de toda la Iglesia”
1552 El sacerdocio ministerial no
tiene solamente por tarea representar a Cristo –Cabeza de la
Iglesia– ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre de
toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia (cf SC
33) y sobre todo cuando ofrece el sacrificio eucarístico (cf LG 10).
1553 "En nombre de toda
la Iglesia", expresión que no quiere decir que los sacerdotes sean
los delegados de la comunidad. La oración y la ofrenda de la Iglesia
son inseparables de la oración y la ofrenda de Cristo, su Cabeza. Se
trata siempre del culto de Cristo en y por su Iglesia. Es toda la
Iglesia, cuerpo de Cristo, la que ora y se ofrece, per ipsum et cum ipso
et in ipso, en la unidad del Espíritu Santo, a Dios Padre. Todo el
cuerpo, caput et membra, ora y se ofrece, y por eso quienes, en este
cuerpo, son específicamente sus ministros, son llamados ministros no sólo
de Cristo, sino también de la Iglesia. El sacerdocio ministerial puede
representar a la Iglesia porque representa a Cristo.
III Los tres grados del sacramento del Orden
1554 "El ministerio eclesiástico,
instituido por Dios, está ejercido en diversos órdenes que ya desde
antiguo reciben los nombres de obispos, presbíteros y diáconos"
(LG 28). La doctrina católica, expresada en la liturgia, el magisterio
y la práctica constante de la Iglesia, reconocen que existen dos grados
de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el episcopado
y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a
servirles. Por eso, el término "sacerdos" designa, en
el uso actual, a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos.
Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación
sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio
(diaconado) son los tres conferidos por un acto sacramental llamado
"ordenación", es decir, por el sacramento del Orden:
Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también
al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado
de Dios y como a la asamblea de los apóstoles: sin ellos no se puede
hablar de Iglesia (S. Ignacio de Antioquía, Trall. 3,1)
La ordenación episcopal, plenitud del sacramento del Orden
1555 "Entre los diversos
ministerios que existen en la Iglesia, ocupa el primer lugar el
ministerio de los obispos que, que a través de una sucesión que se
remonta hasta el principio, son los transmisores de la semilla apostólica"
(LG 20).
1556 "Para realizar estas
funciones tan sublimes, los Apóstoles se vieron enriquecidos por Cristo
con la venida especial del Espíritu Santo que descendió sobre ellos.
Ellos mismos comunicaron a sus colaboradores, mediante la imposición de
las manos, el don espiritual que se ha transmitido hasta nosotros en la
consagración de los obispos" (LG 21).
1557 El Concilio Vaticano II
"enseña que por la consagración episcopal se recibe la
plenitud del sacramento del Orden. De hecho se le llama, tanto en la
liturgia de la Iglesia como en los Santos Padres, `sumo sacerdocio' o
`cumbre del ministerio sagrado'" (ibid.).
1558 "La consagración
episcopal confiere, junto con la función de santificar, también las
funciones de enseñar y gobernar... En efecto...por la imposición de
las manos y por las palabras de la consagración se confiere la gracia
del Espíritu Santo y queda marcado con el carácter sagrado. En
consecuencia, los obispos, de manera eminente y visible, hacen las veces
del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúan en su nombre
(in eius persona agant)" (ibid.). "El Espíritu Santo que han
recibido ha hecho de los obispos los verdaderos y auténticos maestros
de la fe, pontífices y pastores" (CD 2).
1559 "Uno queda constituido
miembro del Colegio episcopal en virtud de la consagración episcopal y
por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del
Colegio" (LG 22). El carácter y la naturaleza colegial del
orden episcopal se manifiestan, entre otras cosas, en la antigua práctica
de la Iglesia que quiere que para la consagración de un nuevo obispo
participen varios obispos (cf ibid.). Para la ordenación legítima de
un obispo se requiere hoy una intervención especial del Obispo de Roma
por razón de su cualidad de vínculo supremo visible de la comunión de
las Iglesias particulares en la Iglesia una y de garante de libertad de
la misma.
1560 Cada obispo tiene, como
vicario de Cristo, el oficio pastoral de la Iglesia particular que le ha
sido confiada, pero al mismo tiempo tiene colegialmente con todos sus
hermanos en el episcopado la solicitud de todas las Iglesias:
"Mas si todo obispo es propio solamente de la porción de grey
confiada a sus cuidados, su cualidad de legítimo sucesor de los apóstoles
por institución divina, le hace solidariamente responsable de la misión
apostólica de la Iglesia" (Pío XII, Enc. Fidei donum, 11; cf LG
23; CD 4,36-37; AG 5.6.38).
1561 Todo lo que se ha dicho
explica por qué la Eucaristía celebrada por el obispo tiene una
significación muy especial como expresión de la Iglesia reunida en
torno al altar bajo la presidencia de quien representa visiblemente a
Cristo, Buen Pastor y Cabeza de su Iglesia (cf SC 41; LG 26).
La ordenación de los presbíteros - cooperadores de los obispos
1562 "Cristo, a quien el
Padre santificó y envió al mundo, hizo a los obispos partícipes de su
misma consagración y misión por medio de los Apóstoles de los cuales
son sucesores. Estos han confiado legítimamente la función de su
ministerio en diversos grados a diversos sujetos en la Iglesia" (LG
28). "La función ministerial de los obispos, en grado subordinado,
fue encomendada a los presbíteros para que, constituidos en el orden
del presbiterado, fueran los colaboradores del Orden episcopal para
realizar adecuadamente la misión apostólica confiada por Cristo"
(PO 2).
1563 "El ministerio de los
presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la
autoridad con la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna su
Cuerpo. Por eso el sacerdocio de los presbíteros supone ciertamente los
sacramentos de la iniciación cristiana. Se confiere, sin embargo, por
aquel sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo,
marca a los sacerdotes con un carácter especial. Así quedan
identificados con Cristo Sacerdote, de tal manera que puedan actuar como
representantes de Cristo Cabeza" (PO 2).
1564 "Los presbíteros,
aunque no tengan la plenitud del sacerdocio y dependan de los obispos en
el ejercicio de sus poderes, sin embargo están unidos a éstos en el
honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del Orden, quedan
consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de
Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para anunciar
el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto
divino" (LG 28).
1565 En virtud del sacramento del
Orden, los presbíteros participan de la universalidad de la misión
confiada por Cristo a los apóstoles. El don espiritual que recibieron
en la ordenación los prepara, no para una misión limitada y
restringida, "sino para una misión amplísima y universal de
salvación `hasta los extremos del mundo'" (PO 10),
"dispuestos a predicar el evangelio por todas partes" (OT 20).
1566 "Su verdadera función
sagrada la ejercen sobre todo en el culto o en la comunión eucarística.
En ella, actuando en la persona de Cristo y proclamando su Misterio,
unen la ofrenda de los fieles al sacrificio de su Cabeza; actualizan y
aplican en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único
Sacrificio de la Nueva Alianza: el de Cristo, que se ofrece al Padre de
una vez para siempre como hostia inmaculada" (LG 28). De este
sacrificio único, saca su fuerza todo su ministerio sacerdotal (cf PO
2).
1567 "Los presbíteros, como
colaboradores diligentes de los obispos y ayuda e instrumento suyos,
llamados para servir al Pueblo de Dios, forman con su obispo un único presbiterio,
dedicado a diversas tareas. En cada una de las comunidades locales de
fieles hacen presente de alguna manera a su obispo, al que están unidos
con confianza y magnanimidad; participan en sus funciones y
preocupaciones y las llevan a la práctica cada día" (LG 28). Los
presbíteros sólo pueden ejercer su ministerio en dependencia del
obispo y en comunión con él. La promesa de obediencia que hacen al
obispo en el momento de la ordenación y el beso de paz del obispo al
fin de la liturgia de la ordenación significa que el obispo los
considera como sus colaboradores, sus hijos, sus hermanos y sus amigos y
que a su vez ellos le deben amor y obediencia.
1568 "Los presbíteros,
instituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están
unidos todos entre sí por la íntima fraternidad del sacramento. Forman
un único presbiterio especialmente en la diócesis a cuyo servicio se
dedican bajo la dirección de su obispo" (PO 8). La unidad del
presbiterio encuentra una expresión litúrgica en la costumbre de que
los presbíteros impongan a su vez las manos, después del obispo,
durante el rito de la ordenación.
La ordenación de los diáconos, “en orden al ministerio”
1569 "En el grado inferior de
la jerarquía están los diácon os, a los que se les imponen las 'para
realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio'" (LG 29; cf
CD 15). En la ordenación al diaconado, sólo el obispo impone las manos
, significando así que el diácono está especialmente vinculado al
obispo en las tareas de su "diaconía" (cf S. Hipólito, trad.
ap. 8).
1570 Los diáconos participan de
una manera especial en la misión y la gracia de Cristo (cf LG 41; AA
16). El sacramento del Orden los marco con un sello (carácter)
que nadie puede hacer desaparecer y que los configura con Cristo que se
hizo "diácono", es decir, el servidor de todos (cf Mc 10,45;
Lc 22,27; S. Policarpo, Ep 5,2). Corresponde a los diáconos, entre
otras cosas, asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración
de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la distribución
de la misma, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo,
proclamar el evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a
los diversos servicios de la caridad (cf LG 29; cf. SC 35,4; AG 16).
1571 Desde el Concilio Vaticano
II, la Iglesia latina ha restablecido el diaconado "como un grado
particular dentro de la jerarquía" (LG 29), mientras que las
Iglesias de Oriente lo habían mantenido siempre. Este diaconado
permanente, que puede ser conferido a hombres casados, constituye un
enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia. En efecto, es
apropiado y útil que hombres que realizan en la Iglesia un ministerio
verdaderamente diaconal, ya en la vida litúrgica y pastoral, ya en las
obras sociales y caritativas, "sean fortalezcan por la imposición
de las manos transmitida ya desde los Apóstoles y se unan más
estrechamente al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia
su ministerio por la gracia sacramental del diaconado" (AG 16).
IV La celebración de este sacramento
1572 La celebración de la
ordenación de un obispo, de presbíteros o de diáconos, por su
importancia para la vida de la Iglesia particular, exige el mayor
concurso posible de fieles. Tendrá lugar preferentemente el domingo y
en la catedral, con una solemnidad adaptada a las circunstancias. Las
tres ordenaciones, del obispo, del presbítero y del diácono, tienen el
mismo dinamismo. El lugar propio de su celebración es dentro de la
Eucaristía.
1573 El rito esencial del
sacramento del Orden está constituido, para los tres grados, por la
imposición de manos del obispo sobre la cabeza del ordenando así como
por una oración consecratoria específica que pide a Dios la efusión
del Espíritu Santo y de sus dones apropiados al ministerio para el cual
el candidato es ordenado (cf Pío XII, const. ap. Sacramentum Ordinis,
DS 3858).
1574 Como en todos los
sacramentos, ritos complementarios rodean la celebración. Estos varían
notablemente en las distintas tradiciones litúrgicas, pero tienen en
común la expresión de múltiples aspectos de la gracia sacramental. Así,
en el rito latino, los ritos iniciales - la presentación y elección
del ordenando, la alo cución del obispo, el interrogatorio del
ordenando, las letanías de los santos - ponen de relieve que la elección
del candidato se hace conforme al uso de la Iglesia y preparan el acto
solemne de la consagración; después de ésta varios ritos vienen a
expresar y completar de manera simbólica el misterio que se ha
realizado: para el obispo y el presbítero la unción con el santo
crisma, signo de la unción especial del Espíritu Santo que hace
fecundo su ministerio; la entrega del libro de los evangelios, del
anillo, de la mitra y del báculo al obispo en señal de su misión
apostólica de anuncio de la palabra de Dios, de su fidelidad a la
Iglesia, esposa de Cristo, de su cargo de pastor del rebaño del Señor;
entrega al presbítero de la patena y del cáliz, "la ofrenda del
pueblo santo" que es llamado a presentar a Dios; la entrega del
libro de los evangelios al diácono que acaba de recibir la misión de
anunciar el evangelio de Cristo.
V El ministro de este sacramento
1575 Fue Cristo quien eligió a
los apóstoles y les hizo partícipes de su misión y su autoridad.
Elevado a la derecha del Padre, no abandona a su rebaño, sino que lo
guarda por medio de los apóstoles bajo su constante protección y lo
dirige también mediante estos mismos pastores que continúan hoy su
obra (cf MR, Prefacio de Apóstoles). Por tanto, es Cristo "quien
da" a unos el ser apóstoles, a otros pastores (cf. Ef 4,11). Sigue
actuando por medio de los obispos (cf LG 21).
1576 Dado que el sacramento del
Orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a los
obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles, transmitir "el don
espiritual" (LG 21), "la semilla apostólica" (LG 20).
Los obispos válidamente ordenados, es decir, que están en la línea de
la sucesión apostólica, confieren válidamente los tres grados del
sacramento del Orden (cf DS 794 y 802; CIC, can. 1012; CCEO, can. 744;
747).
VI Quién puede recibir este sacramento
1577 "Sólo el varón (vir)
bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación" (CIC, can
1024). El Señor Jesús eligió a hombres (viri) para formar el colegio
de los doce apóstoles (cf Mc 3,14-19; Lc 6,12-16), y los apóstoles
hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores (1 Tm 3,1-13; 2
Tm 1,6; Tt 1,5-9) que les sucederían en su tarea (S.Clemente Romano
Cor, 42,4; 44,3). El colegio de los obispos, con quienes los presbíteros
están unidos en el sacerdocio, hace presente y actualiza hasta el
retorno de Cristo el colegio de los Doce. La Iglesia se reconoce
vinculada por esta decisión del Señor. Esta es la razón por la que
las mujeres no reciben la ordenación (cf Juan Pablo II, MD 26-27; CDF
decl. "Inter insigniores": AAs 69 [1977] 98-116).
1578 Nadie tiene derecho a
recibir el sacramento del Orden. En efecto, nadie se arroga para sí
mismo este oficio. Al sacramento se es llamado por Dios (cf Hb 5,4).
Quien cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio
ordenado, debe someter humildemente su deseo a la autoridad de la
Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a
recibir este sacramento. Como toda gracia, el sacramento sólo puede ser
recibido como un don inmerecido.
1579 Todos los ministros ordenados
de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes, son
ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes
y que tienen la voluntad de guardar el celibato "por el
Reino de los cielos" (Mt 19,12). Llamados a consagrarse totalmente
al Señor y a sus "cosas" (cf 1 Co 7,32), se entregan
enteramente a Dios y a los hombres. El celibato es un signo de esta vida
nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia;
aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de
Dios (cf PO 16).
1580 En las Iglesias Orientales,
desde hace siglos está en vigor una disciplina distinta: mientras los
obispos son elegidos únicamente entre los célibes, hombres casados
pueden ser ordenados diáconos y presbíteros. Esta práctica es
considerada como legítima desde tiempos remotos; estos presbíteros
ejercen un ministerio fructuoso en el seno de sus comunidades (cf PO
16). Por otra parte, el celibato de los presbíteros goza de gran honor
en las Iglesias Orientales, y son numerosos los presbíteros que lo
escogen libremente por el Reino de Dios. En Oriente como en Occidente,
quien recibe el sacramento del Orden no puede contraer matrimonio.
VII Los efectos del sacramento del Orden
El carácter indeleble
1581 Este sacramento configura con
Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir
de instrumento de Cristo en favor de su Iglesia. Por la ordenación
recibe la capacidad de actuar como representante de Cristo, Cabeza de la
Iglesia, en su triple función de sacerdote, profeta y rey.
1582 Como en el caso del Bautismo
y de la Confirmación, esta participación en la misión de Cristo es
concedida de una vez para siempre. El sacramento del Orden confiere
también un carácter espiritual indeleble y no puede ser
reiterado ni ser conferido para un tiempo determinado (cf Cc. de Trento:
DS 1767; LG 21.28.29; PO 2).
1583 Un sujeto válidamente
ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser liberado de las
obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se le puede
impedir ejercerlas (cf CIC, can. 290-293; 1336,1, nn 3º y 5º; 1338,2),
pero no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto (cf. CC.
de Trento: DS 1774) porque el carácter impreso por la ordenación es
para siempre. La vocación y la misión recibidas el día de su ordenación,
lo marcan de manera permanente.
1584 Puesto que en último término
es Cristo quien actúa y realiza la salvación a través del ministro
ordenado, la indignidad de éste no impide a Cristo actuar (cf Cc. de
Trento: DS 1612; 1154). S. Agustín lo dice con firmeza:
En cuanto al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo. Sin
embargo, el don de Cristo no por ello es profanado: lo que llega a través
de él conserva su pureza, lo que pasa por él permanece limpio y llega
a la tierra fértil...En efecto, la virtud espiritual del sacramento es
semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza
y, si atraviesa seres manchados, no se mancha (Ev. Ioa. 5, 15).
La gracia del Espíritu Santo
1585 La gracia del Espíritu Santo
propia de este sacramento es la de ser configurado con Cristo Sacerdote,
Maestro y Pastor, de quien el ordenado es constituido ministro.
1586 Para el obispo, es en primer
lugar una gracia de fortaleza ("El Espíritu de soberanía":
Oración de consagración del obispo en el rito latino): la de guiar y
defender con fuerza y prudencia a su Iglesia como padre y pastor, con
amor gratuito para todos y con predilección por los pobres, los
enfermos y los necesitados (cf CD 13 y 16). Esta gracia le impulsa a
anunciar el evangelio a todos, a ser el modelo de su rebaño, a
precederlo en el camino de la santificación identificándose en la
Eucaristía con Cristo Sacerdote y Víctima, sin miedo a dar la vida por
sus ovejas:
Concede, Padre que conoces los corazones, a tu siervo que has elegido
para el episcopado, que apaciente tu santo rebaño y que ejerza ante ti
el supremo sacerdocio sin reproche sirviéndote noche y día; que haga
sin cesar propicio tu rostro y que ofrezca los dones de tu santa
Iglesia, que en virtud del espíritu del supremo sacerdocio tenga poder
de perdonar los pecados según tu mandamiento, que distribuya las tareas
siguiendo tu orden y que desate de toda atadura en virtud del poder que
tú diste a los apóstoles; que te agrade por su dulzura y su corazón
puro, ofreciéndote un perfume agradable por tu Hijo Jesucristo... (S.
Hipólito, Trad. Ap. 3).
1587 El don espiritual que
confiere la ordenación presbiteral está expresado en esta oración
propia del rito bizantino. El obispo, imponiendo la mano, dice:
Señor, llena del don del Espíritu Santo al que te has dignado elevar
al grado del sacerdocio para que sea digno de presentarse sin reproche
ante tu altar, de anunciar el evangelio de tu Reino, de realizar el
ministerio de tu palabra de verdad, de ofrecerte dones y sacrificios
espirituales, de renovar tu pueblo mediante el baño de la regeneración;
de manera que vaya al encuentro de nuestro gran Dios y Salvador
Jesucristo, tu Hijo único, el día de su segunda venida, y reciba de tu
inmensa bondad la recompensa de una fiel administración de su orden
(Euchologion).
1588 En cuanto a los diáconos,
"fortalecidos, en efecto, con la gracia del sacramento, en comunión
con el obispo y sus presbíteros, están al servicio del Pueblo de Dios
en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad" (LG
29).
1589 Ante la grandeza de la gracia
y del oficio sacerdotales, los santos doctores sintieron la urgente
llamada a la conversión con el fin de corresponder mediante toda su
vida a aquel de quien el sacramento los constituye ministros. Así, S.
Gregorio Nazianceno, siendo joven sacerdote, exclama:
Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es
preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para
iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado
para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia (Or.
2, 71). Sé de quién somos ministros, donde nos encontramos y adonde
nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero
también su fuerza (ibid. 74) (Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es)
el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con
los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de
los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura,
restablece (en ella) la imagen (de Dios), la recrea para el mundo de lo
alto, y, para decir lo más grande que hay en él, es divinizado y
diviniza (ibid. 73).
Y el santo Cura de Ars dice: "El sacerdote continua la obra de
redención en la tierra"..."Si se comprendiese bien al
sacerdote en la tierra se moriría no de pavor sino de
amor"..."El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús".
Resumen
1590 S. Pablo dice a su discípulo
Timoteo: "Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está
en ti por la imposición de mis manos" (2 Tm 1,6), y "si
alguno aspira al cargo de obispo, desea una noble función" (1 Tm
3,1). A Tito decía: "El motivo de haberte dejado en Creta, fue
para que acabaras de organizar lo que faltaba y establecieras presbíteros
en cada ciudad, como yo te ordené" (Tt 1,5).
1591 La Iglesia entera es un
pueblo sacerdotal. Por el bautis mo, todos los fieles participan del
sacerdocio de Cristo. Esta participación se llama "sacerdocio común
de los fieles". A partir de este sacerdocio y al servicio del mismo
existe otra participación en la misión de Cristo: la del ministerio
conferido por el sacramento del Orden, cuya tarea es servir en nombre y
en la representación de Cristo-Cabeza en medio de la comunidad.
1592 El sacerdocio ministerial
difiere esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque
confiere un poder sagrado para el servicio de los fieles. Los ministros
ordenados ejercen su servicio en el pueblo de Dios mediante la enseñanza
(munus docendi), el culto divino (munus liturgicum) y por el gobierno
pastoral (munus regendi).
1593 Desde los orígenes, el
ministerio ordenado fue conferido y ejercido en tres grados: el de los
Obispos, el de los presbíteros y el de los diáconos. Los ministerios
conferidos por la ordenación son insustituibles para la estructura orgánica
de la Iglesia: sin el obispo, los presbíteros y los diácono s no se
puede hablar de Iglesia (cf. S. Ignacio de Antioquía, Trall. 3,1).
1594 El obispo recibe la
plenitud del sacramento del Orden que lo incorpora al colegio episcopal
y hace de él la cabeza visible de la Iglesia particular que le es
confiada. Los Obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles y miembros
del colegio, participan en la responsabilidad apostólica y en la misión
de toda la Iglesia bajo la autoridad del Papa, sucesor de S. Pedro.
1595 Los presbíteros están
unidos a los obispos en la dignidad sacerdotal y al mismo tiempo
dependen de ellos en el ejercicio de sus funciones pastorales; son
llamados a ser cooperadores diligentes de los obispos; forman en torno a
su Obispo el presbiterio que asume con él la responsabilidad de la
Iglesia particular. Reciben del obispo el cuidado de una comunidad
parroquial o de una función eclesial determinada.
1596 Los diáconos son
ministros ordenados para las tareas de servicio de la Iglesia; no
reciben el sacerdocio ministerial, pero la ordenación les confiere
funciones importantes en el ministerio de la palabra, del culto divino,
del gobierno pastoral y del servicio de la caridad, tareas que deben
cumplir bajo la autoridad pastoral de su Obispo.
1597 El sacramento del Orden es
conferido por la imposición de las manos seguida de una oración
consecratoria solemne que pide a Dios para el ordenando las gracias del
Espíritu Santo requeridas para su ministerio. La ordenación imprime un
carácter sacramental indeleble.
1598 La Iglesia confiere el
sacramento del Orden únicamente a varones (viris) bautizados, cuyas
aptitudes para el ejercicio del ministerio han sido debidamente
reconocidas. A la autoridad de la Iglesia corresponde la responsabilidad
y el derecho de llamar a uno a recibir la ordenación.
1599 En la Iglesia latina, el
sacramento del Orden para el presbiterado sólo es conferido
ordinariamente a candidatos que están dispuestos a abrazar libremente
el celibato y que manifiestan públicamente su voluntad de guardarlo por
amor del Reino de Dios y el servicio de los hombres.
1600 Corresponde a los Obispos
conferir el sacramento del Orden en los tres grados.
ARTÍCULO 7
EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
1601 "La alianza matrimonial,
por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de
toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges
y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo
Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados" (CIC,
can. 1055,1)
I El matrimonio en el plan de Dios
1602 La Sagrada Escritura se abre
con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y
semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la visión de las
"bodas del Cordero" (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la
Escritura habla del matrimonio y de su "misterio", de su
institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de
sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación,
de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación "en el
Señor" (1 Co 7,39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza
de Cristo y de la Iglesia (cf Ef 5,31-32).
El matrimonio en el orden de la creación
1603 "La íntima comunidad de
vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes
propias, se establece sobre la alianza del matrimonio... un vínculo
sagrado... no depende del arbitrio humano. El mismo Dios es el autor del
matrimonio" (GS 48,1). La vocación al matrimonio se inscribe en la
naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano
del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a
pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de
los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes
espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos
comunes y permanente. A pesar de que la dignidad de esta institución no
se trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS 47,2), existe en todas
las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial.
"La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana
está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y
familiar" (GS 47,1).
1604 Dios que ha creado al hombre
por amor lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata
de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de
Dios (Gn 1,2), que es Amor (cf 1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios
hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del
amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es
bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (cf Gn 1,31). Y este amor que
Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común
del cuidado de la creación. "Y los bendijo Dios y les dijo:
"Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla'"
(Gn 1,28).
1605 La Sagrada escritura afirma
que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: "No es
bueno que el hombre esté solo". La mujer, "carne de su
carne", su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es
dada por Dios como una "auxilio", representando así a Dios
que es nuestro "auxilio" (cf Sal 121,2). "Por eso deja el
hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola
carne" (cf Gn 2,18-25). Que esto significa una unión indefectible
de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue
"en el principio", el plan del Creador: "De manera que ya
no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6).
El matrimonio bajo la esclavitud del pecado
1606 Todo hombre, tanto en su
entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta
experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y
la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada
por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y
conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden
puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o
menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero
siempre aparece como algo de carácter universal.
1607 Según la fe, este desorden
que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del
hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado.
El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la
ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus
relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos (cf Gn 3,12);
su atractivo mutuo, don propio del creador (cf Gn 2,22), se cambia en
relaciones de dominio y de concupiscencia (cf Gn 3,16b); la hermosa
vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y
someter la tierra (cf Gn 1,28) queda sometida a los dolores del parto y
los esfuerzos de ganar el pan (cf Gn 3,16-19).
1608 Sin embargo, el orden de la
Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas
del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que
Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (cf Gn 3,21).
Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión
de sus vidas en orden a la cual Dios los creó "al comienzo".
El matrimonio bajo la pedagogía de la antigua Ley
1609 En su misericordia, Dios no
abandonó al hombre pecador. Las penas que son consecuencia del pecado,
"los dolores del parto" (Gn 3,16), el trabajo "con el
sudor de tu frente" (Gn 3,19), constituyen también remedios que
limitan los daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a
vencer el repliegue sobre s í mismo, el egoísmo, la búsqueda del
propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí.
1610 La conciencia moral relativa
a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la
pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los
reyes no es todavía prohibida de una manera explícita. No obstante, la
Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio
arbitrario del hombre, aunque ella lleve también, según la palabra del
Señor, las huellas de "la dureza del corazón" de la persona
humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer (cf
Mt 19,8; Dt 24,1).
1611 Contemplando la Alianza de
Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (cf
Os 1-3; Is 54.62; Jr 2-3. 31; Ez 16,62;23), los profetas fueron
preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más
profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf Mal
2,13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores
del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los
esposos. La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una
expresión única del amor humano, en cuanto que éste es reflejo del
amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que "las
grandes aguas no pueden anegar" (Ct 8,6-7).
El matrimonio en el Señor
1612 La alianza nupcial entre Dios
y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante
la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en
cierta manera con toda la humanidad salvada por él (cf. GS 22),
preparando así "las bodas del cordero" (Ap 19,7.9).
1613 En el umbral de su vida pública,
Jesús realiza su primer signo -a petición de su Madre- con ocasión de
un banquete de boda (cf Jn 2,1-11). La Iglesia concede una gran
importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella
la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en
adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.
1614 En su predicación, Jesús
enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y
la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización,
dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza
del corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer
es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que
no lo separe el hombre" (Mt 19,6).
1615 Esta insistencia, inequívoca,
en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y
aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19,10). Sin embargo, Jesús
no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada
(cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para
restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado,
da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva
del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a s í mismos,
tomando sobre s í sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán
"comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio
y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano
es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
1616 Es lo que el apóstol Pablo
da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como
Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo enseguida: "`Por es o
dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los
dos se harán una sola carne'. Gran misterio es éste, lo digo respecto
a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,31-32).
1617 Toda la vida cristiana está
marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo,
entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así
decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede al banquete
de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su
parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia.
Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre
bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf DS 1800;
CIC, can. 1055,2).
La virginidad por el Reino de Dios
1618 Cristo es el centro de toda
vida cristiana. El vínculo con El ocupa el primer lugar entre todos los
demás vínculos, familiares o sociales (cf Lc 14,26; Mc 10,28-31).
Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han
renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero
dondequiera que vaya (cf Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor,
para tratar de agradarle (cf 1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo
que viene (cf Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en
este modo de vida del que El es el modelo:
Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por
los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el
Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda (Mt 19,12).
1619 La virginidad por el Reino de
los Cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de
la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su
retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una
realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (cf 1 Co
7,31; Mc 12,25).
1620 Estas dos realidades, el
sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen
del Señor mismo. Es él quien les da sentido y les concede la gracia
indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf Mt 19,3-12). La
estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42; PC 12; OT 10) y el
sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan
mutuamente:
Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad;
elogiarlo es realzar a la vez la admiración que corresponde a la
virginidad... (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1; cf FC, 16).
II La celebración del Matrimonio
1621 En el rito latino, la
celebración del matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar
ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que
tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (cf SC
61). En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la
que Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada por la
que se entregó (cf LG 6). Es, pues, conveniente que los esposos sellen
su consentimiento en darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus
propias vidas, uniéndose a la ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha
presente en el sacrificio eucarístico, y recibiendo la Eucaristía,
para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la misma Sangre de Cristo,
"formen un solo cuerpo" en Cristo (cf 1 Co 10,17).
1622 "En cuanto gesto
sacramental de santificación, la celebración del matrimonio...debe ser
por sí misma válida, digna y fructuosa" (FC 67). Por tanto,
conviene que los futuros esposos se dispongan a la celebración de su
matrimonio recibiendo el sacramento de la penitencia.
1623 Según la tradición latina,
los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su
consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento
del matrimonio. En las tradiciones de las Iglesias orientales, los
sacerdotes –Obispos o presbíteros– son testigos del recíproco
consentimiento expresado por los esposos (cf. CCEO, can. 817), pero
también su bendición es necesaria para la validez del sacramento (cf
CCEO, can. 828).
1624 Las diversas liturgias son
ricas en oraciones de bendición y de epíclesis pidiendo a Dios su
gracia y la bendición sobre la nueva pareja, especialmente sobre la
esposa. En la epíclesis de este sacramento los esposos reciben el Espíritu
Santo como Comunión de amor de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,32). El
Espíritu Santo es el sello de la alianza de los esposos, la fuente
siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará su
fidelidad.
III El consentimiento matrimonial
1625 Los protagonistas de la
alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para
contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento.
"Ser libre" quiere decir:
— no obrar por coacción;
— no estar impedido por una ley natural o eclesiástica.
1626 La Iglesia considera el
intercambio de los consentimientos entre los esposos como el elemento
indispensable "que hace el matrimonio" (CIC, can. 1057,1). Si
el consentimiento falta, no hay matrimonio.
1627 El consentimiento consiste en
"un acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben
mutuamente" (GS 48,1; cf CIC, can. 1057,2): "Yo te recibo como
esposa" - "Yo te recibo como esposo" (OcM 45). Este
consentimiento que une a los esposos entre sí, encuentra su plenitud en
el hecho de que los dos "vienen a ser una sola carne" (cf Gn
2,24; Mc 10,8; Ef 5,31).
1628 El consentimiento debe ser un
acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia
o de temor grave externo (cf CIC, can. 1103). Ningún poder humano puede
reemplazar este consentimiento (CIC, can. 1057, 1). Si esta libertad
falta, el matrimonio es inválido.
1629 Por esta razón (o por otras
razones que hacen nulo e inválido el matrimonio; cf. CIC, can.
1095-1107), la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal
eclesiástico competente, puede declarar "la nulidad del
matrimonio", es decir, que el matrimonio no ha existido. En este
caso, los contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben cumplir
las obligaciones naturales nacidas de una unión precedente precedente
(cf CIC, can. 1071).
1630 El sacerdote ( o el diácono)
que asiste a la celebraci ón del matrimonio, recibe el consentimiento
de los esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la Iglesia.
La presencia del ministro de la Iglesia (y también de los testigos)
expresa visiblemente que el matrimonio es una realidad eclesial.
1631 Por esta razón, la Iglesia
exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la
celebración del matrimonio (cf Cc. de Trento: DS 1813-1816; CIC, can.
1108). Varias razones concurren para explicar esta determinación:
— El matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto,
es conveniente que sea celebrado en la liturgia pública de la Iglesia.
— El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y
deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos.
— Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso
que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos).
— El carácter público del consentimiento protege el "Sí"
una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él.
1632 Para que el "Sí"
de los esposos sea un acto libre y responsable, y para que la alianza
matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos sólidos y estables,
la preparación para el matrimonio es de primera importancia:
El ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son
el camino privilegiado de esta preparación.
El papel de los pastores y de la comunidad cristiana como "familia
de Dios" es indispensable para la transmisión de los valores
humanos y cristianos del matrimonio y de la familia (cf. CIC, can.
1063), y esto con mayor razón en nuestra época en la que muchos jóvenes
conocen la experiencia de hogares rotos que ya no aseguran
suficientemente esta iniciación:
Los jóvenes deben ser instruidos adecuada y oportunamente sobre la
dignidad, dignidad , tareas y ejercicio del amor conyugal, sobre todo en
el seno de la misma familia, para que, educados en el cultivo de la
castidad, puedan pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo
vivido al matrimonio (GS 49,3).
Matrimonios mixtos y disparidad de culto
1633 En numerosos países, la
situación del matrimonio mixto (entre católico y bautizado no
católico) se presenta con bastante frecuencia. Exige una atención
particular de los cónyuges y de los pastores. El caso de matrimonios
con disparidad de culto (entre católico y no bautizado) exige
una aún mayor atención.
1634 La diferencia de confesión
entre los cónyuges no constituye un obstáculo insuperable para el
matrimonio, cuando llegan a poner en común lo que cada uno de ellos ha
recibido en su comunidad, y a aprender el uno del otro el modo como cada
uno vive su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades de los matrimonios
mixtos no deben tampoco ser subestimadas. Se deben al hecho de que la
separación de los cristianos no se ha superado todavía. Los esposos
corren el peligro de vivir en el seno de su hogar el drama de la desunión
de los cristianos. La disparidad de culto puede agravar aún más estas
dificultades. Divergencias en la fe, en la concepción misma del
matrimonio, pero también mentalidades religiosas distintas pueden
constituir una fuente de tensiones en el matrimonio, principalmente a
propósito de la educación de los hijos. Una tentación que puede
presentarse entonces es la indiferencia religiosa.
1635 Según el derecho vigente en
la Iglesia latina, un matrimonio mixto necesita, para su licitud, el permiso
expreso de la autoridad eclesiástica (cf CIC, can. 1124). En caso
de disparidad de culto se requiere una dispensa expresa del
impedimento para la validez del matrimonio (cf CIC, can. 1086). Este
permiso o esta dispensa supone que ambas partes conozcan y no excluyan
los fines y las propiedades esenciales del matrimonio; además, que la
parte católica confirme los compromisos –también haciéndolos
conocer a la parte no católica– de conservar la propia fe y de
asegurar el Bautismo y la educación de los hijos en la Iglesia Católica
(cf CIC, can. 1125).
1636 En muchas regiones, gracias
al diálogo ecuménico, las comunidades cristianas interesadas han
podido llevar a cabo una pastoral común para los matrimonios mixtos.
Su objetivo es ayudar a estas parejas a vivir su situación particular a
la luz de la fe. Debe también ayudarles a superar las tensiones entre
las obligaciones de los cónyuges, el uno con el otro, y con sus
comunidades eclesiales. Debe alentar el desarrollo de lo que les es común
en la fe, y el respeto de lo que los separa.
1637 En los matrimonios con
disparidad de culto, el esposo católico tiene una tarea particular:
"Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la
mujer no creyente queda santificada por el marido creyente" ( 1 Co
7,14). Es un gran gozo para el cónyuge cristiano y para la Iglesia el
que esta "santificación" conduzca a la conversión libre del
otro cónyuge a la fe cristiana (cf. 1 Co 7,16). El amor conyugal
sincero, la práctica humilde y paciente de las virtudes familiares, y
la oración perseverante pueden preparar al cónyuge no creyente a
recibir la gracia de la conversión.
IV Los efectos del sacramento del Matrimonio
1638 "Del matrimonio válido
se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo
por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges
son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar
para los deberes y la dignidad de su estado" (CIC, can. 1134).
El vínculo matrimonial
1639 El consentimiento por el que
los esposos se dan y se reciben mutuamente es sellado por el mismo Dios
(cf Mc 10,9). De su alianza "nace una institución estable por
ordenación divina, también ante la sociedad" (GS 48,1). La
alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los
hombres: "el auténtico amor conyugal es asumido en el amor
divino" (GS 48,2).
1640 Por tanto, el vínculo
matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio
celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás.
Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la
consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a
una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene
poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina
(cf CIC, can. 1141).
La gracia del sacramento del matrimonio
1641 "En su modo y estado de
vida, (los cónyuges cristianos) tienen su carisma propio en el Pueblo
de Dios" (LG 11). Esta gracia propia del sacramento del matrimonio
está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su
unidad indisoluble. Por medio de esta gracia "se ayudan mutuamente
a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y
educación de los hijos" (LG 11; cf LG 41).
1642 Cristo es la fuente de
esta gracia. "Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo
salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad,
ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el
sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos
cristianos" (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza de
segu irle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de
perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (cf Ga
6,2), de estar "sometidos unos a otros en el temor de Cristo"
(Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En
las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un
gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero:
¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria
la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda,
que sella la bendición? Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial
lo ratifica...¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una
sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio!
Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los
separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son
verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es
uno el espíritu (Tertuliano, ux. 2,9; cf. FC 13).
V Los bienes y las exigencias del amor conyugal
1643 "El amor conyugal
comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la
persona -reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de
la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad-; mira una
unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola
carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la
indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y
se abre a fecundidad. En una palabra: se trata de características
normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo
que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de
hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos" (FC
13). Unidad e indisolubilidad del matrimonio
1644 El amor de los esposos exige,
por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad
de personas que abarca la vida entera de los esposos: "De manera
que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6; cf Gn 2,24).
"Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través
de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca
donación total" (FC 19). Esta comunión humana es confirmada,
purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante
el sacramento del matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común
y por la Eucaristía recibida en común.
1645 "La unidad del
matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal
que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno
amor" (GS 49,2). La poligamia es contraria a esta igual
dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo.
La fidelidad del amor conyugal
1646 El amor conyugal exige de los
esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es
consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos.
El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo
pasajero. "Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos
personas, como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los cónyuges
y urgen su indisoluble unidad" (GS 48,1).
1647 Su motivo más profundo
consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia.
Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para
representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la
indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más
profundo.
1648 Puede parecer difícil,
incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano. Por ello es
tanto más importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama con un
amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este
amor, que les conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se
convierten en testigos del amor fiel de Dios. Los esposos que, con la
gracia de Dios, dan este testimonio, con frecuencia en condiciones muy
difíciles, merecen la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (cf
FC 20).
1649 Existen, sin embargo,
situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente
imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la
separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los
esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres
para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor
solución sería, s i es posible, la reconciliación. La comunidad
cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente
su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece
indisoluble (cf FC; 83; CIC, can. 1151-1155).
1650 Hoy son numerosos en muchos
países los católicos que recurren al divorcio según las leyes
civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia
mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie
a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si
ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio": Mc
10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era
válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar
civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la
ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística
mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden
ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación
mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que
aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de
la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.
1651 Respecto a los cristianos que
viven en esta situación y que con frecuencia conservan la fe y desean
educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad
deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de aquellos no se
consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben
participar en cuanto bautizados:
Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio
de la misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de
caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a
educar sus hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras
de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios
(FC 84).
La apertura a la fecundidad
1652 "Por su naturaleza
misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están
ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas
son coronados como su culminación" (GS 48,1):
Los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho
al bien de sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno
que el hombre esté solo (Gn 2,18), y que hizo desde el principio al
hombre, varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle cierta
participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y
a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gn 1,28). De ahí
que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida
familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del
matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de
ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de
ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más (GS 50,1).
1653 La fecundidad del amor
conyugal se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y
sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la
educación. Los padres son los principales y primeros educadores de sus
hijos (cf. GE 3). En este sentido, la tarea fundamental del matrimonio y
de la familia es estar al servicio de la vida (cf FC 28).
1654 Sin embargo, los esposos a
los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal
plena de sentido, humana y cristianamente. Su matrimonio puede irradiar
una fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio.
VI La iglesia doméstica
1655 Cristo quiso nacer y crecer
en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es
otra cosa que la "familia de Dios". Desde sus orígenes, el núcleo
de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, "con toda su
casa", habían llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8). Cuando se
convertían deseaban también que se salvase "toda su casa"
(cf Hch 16,31 y 11,14). Estas familias convertidas eran islotes de vida
cristiana en un mundo no creyente.
1656 En nuestros días, en un
mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias
creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe
viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia,
con una antigua expresión, "Ecclesia domestica" (LG 11; cf.
FC 21). En el seno de la familia, "los padres han de ser para sus
hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su
ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con
especial cuidado, la vocación a la vida consagrada" (LG 11).
1657 Aquí es donde se ejercita de
manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia,
de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, "en
la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de
gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor
que se traduce en obras" (LG 10). El hogar es así la primera
escuela de vida cristiana y "escuela del más rico humanismo"
(GS 52,1). Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor
fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto
divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida.
1658 Es preciso recordar asimismo
a un gran número de personas que permanecen solteras a causa de
las concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin haberlo
querido ellas mismas. Estas personas se encuentran particularmente
cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y solicitud
diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de
ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de
condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu
de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera
ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares,
"iglesias domésticas" y las puertas de la gran familia que es
la Iglesia. "Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia
es casa y familia de todos, especialmente para cuantos están `fatigados
y agobiados' (Mt 11,28)" (FC 85).
Resumen
1659 S. Pablo dice:
"Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la
Iglesia...Gran misterio es éste, lo digo con respecto a Cristo y la
Iglesia" (Ef 5,25.32).
1660 La alianza matrimonial,
por la que un hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad de
vida y de amor, fue fundada y dotada de sus leyes propias por el
Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así
como a la generación y educación de los hijos. Entre bautizados, el
matrimonio ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento
(cf. GS 48,1; CIC, can. 1055,1).
1661 El sacramento del
matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los
esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su
Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los
esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de
la vida eterna (cf. Cc. de Trento: DS 1799).
1662 El matrimonio se funda en
el consentimiento de los contrayentes, es decir, en la voluntad de darse
mutua y definitivamente con el fin de vivir una alianza de amor fiel y
fecundo.
1663 Dado que el matrimonio
establece a los cónyuges en un estado público de vida en la Iglesia,
la celebración del mismo se hace ordinariamente de modo público, en el
marco de una celebración litúrgica, ante el sacerdote (o el testigo
cualificado de la Iglesia), los testigos y la asamblea de los fieles.
1664 La unidad, la
indisolubilidad, y la apertura a la fecundidad son esenciales al
matrimonio. La poligamia es incompatible con la unidad del matrimonio;
el divorcio separa lo que Dios ha unido; el rechazo de la fecundidad
priva la vida conyugal de su "don más excelente", el hijo (GS
50,1).
1665 Contraer un nuevo
matrimonio por parte de los divorciados mientras viven sus cónyuges legítimos
contradice el plan y la ley de Dios enseñados por Cristo. Los que viven
en esta situación no están separados de la Iglesia pero no pueden
acceder a la comunión eucarística. Pueden vivir su vida cristiana
sobre todo educando a sus hijos en la fe.
1666 El hogar cristiano es el
lugar en que los hijos reciben el primer anuncio de la fe. Por eso la
casa familiar es llamada justamente "Iglesia doméstica",
comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y de
caridad cristiana.
CAPÍTULO CUARTO
OTRAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
ARTÍCULO 1
LOS SACRAMENTALES
1667 "La santa Madre Iglesia
instituyó, además, los sacramentales. Estos son signos sagrados con
los que, imitando de alguna manera a los sacramentos, se expresan
efectos, sobre todo espirituales, obtenidos por la intercesión de la
Iglesia. Por ellos, los hombres se disponen a recibir el efecto
principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias
de la vida" (SC 60; CIC can 1166; CO can 867).
Características de los sacramentales
1668 Han sido instituidos por la
Iglesia en orden a la santificación de ciertos ministerios eclesiales,
de ciertos estados de vida, de circunstancias muy variadas de la vida
cristiana, así como del uso de cosas útiles al hombre. Según las
decisiones pastorales de los obispos pueden también responder a las
necesidades, a la cultura, y a la historia propias del pueblo cristiano
de una región o de una época. Comprenden siempre una oración, con
frecuencia acompañada de un signo determinado, como la imposición de
la mano, la señal de la cruz, la aspersión con agua bendita (que
recuerda el Bautismo).
1669 Los sacramentales proceden
del sacerdocio bautismal: todo bautizado es llamado a ser una
"bendición" (cf Gn 12,2) y a bendecir (cf Lc 6,28; Rm 12,14;
1 P 3,9). Por eso los laicos pueden presidir ciertas bendiciones (cf SC
79; CIC can. 1168); la presidencia de una bendición se reserva al
ministerio ordenado (obispos, presbíteros o diáconos, cf. De
benedictionibus, 16,18), en la medida en que dicha bendición afecte más
a la vida eclesial y sacramental.
1670 Los sacramentales no
confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos,
pero por la oración de la Iglesia preparan a recibirla y disponen a
cooperar con a ella. "La liturgia de los sacramentos y de los
sacramentales hace que, en los fieles bien dispuestos, casi todos los
acontecimientos de la vida sean santificados por la gracia divina que
emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de
Cristo, de quien reciben su poder todos los sacramentos y sacramentales,
y que todo uso honesto de las cosas materiales pueda estar ordenado a la
santificación del hombre y a la alabanza de Dios" (SC 61).
Diversas formas de sacramentales
1671 Entre los sacramentales
figuran en primer lugar las bendiciones (de personas, de la mesa,
de objetos, de lugares). Toda bendición es alabanza de Dios y oración
para obtener sus dones. En Cristo, los cristianos son bendecidos por
Dios Padre "con toda clase de bendiciones espirituales" (Ef
1,3). Por eso la Iglesia da la bendición invocando el nombre de Jesús
y haciendo habitualmente la señal santa de la cruz de Cristo.
1672 Ciertas bendiciones tienen un
alcance permanente: su efecto es consagrar personas a Dios y
reservar para el uso litúrgico objetos y lugares. Entre las que están
destinadas a personas - que no se han de confundir con la ordenación
sacramental -figuran la bendición del abad o de la abadesa de un
monasterio, la consagración de vírgenes y de viudas, el rito de la
profesión religiosa y las bendiciones para ciertos ministerios de la
Iglesia (lectores, acólitos, catequistas, etc.). Como ejemplo de las
que se refieren a objetos, se puede señalar la dedicación o bendición
de una iglesia o de un altar, la bendición de los santos óleos, de los
vasos y ornamentos sagrados, de las campanas, etc.
1673 Cuando la Iglesia pide públicamente
y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto
sea protegido contra las asechanzas del maligno y sustraída a su
dominio, se habla de exorcismo. Jesús lo practicó (cf Mc 1,25s;
etc.), de él tiene la Iglesia el poder y el oficio de exorcizar (cf Mc
3,15; 6,7.13; 16,17). En forma simple, el exorcismo tiene lugar en la
celebración del Bautismo. El exorcismo solemne sólo puede ser
practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos casos
es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas
establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los
demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad
espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso
de las enfermedades, sobre todo síquicas, cuyo cuidado pertenece a la
ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse , antes de
celebrar el exorcismo, de que se trata de un presencia del Maligno y no
de una enfermedad (cf. CIC, can. 1172).
La religiosidad popular
1674 Además de la liturgia
sacramental y de los sacramentales, la catequesis debe tener en cuenta
las formas de piedad de los fieles y de religiosidad popular. El sentido
religioso del pueblo cristiano ha encontrado, en todo tiempo, su expresión
en formas variadas de piedad en torno a la vida sacramental de la
Iglesia: tales como la veneración de las reliquias, las visitas a
santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el via crucis, las
danzas religiosas, el rosario, las medallas, etc. (cf Cc. de Nicea II:
DS 601;603; Cc. de Trento: DS 1822).
1675 Estas expresiones prolongan
la vida litúrgica de la Iglesia, pero no la sustituyen: "Pero
conviene que estos ejercicios se organicen teniendo en cuenta los
tiempos litúrgicos para que estén de acuerdo con la sagrada liturgia,
deriven en cierto modo de ella y conduzcan al pueblo a ella, ya que la
liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellos" (SC
13).
1676 Se necesita un discernimiento
pastoral para sostener y apoyar la religiosidad popular y, llegado el
caso, para purificar y rectificar el sentido religioso que subyace en
estas devociones y para hacerlas progresar en el conocimiento del
Misterio de Cristo (cf CT 54). Su ejercicio está sometido al cuidado y
al juicio de los obispos y a las normas generales de la Iglesia.
La religiosidad del pueblo, en su núcleo, es un acervo de valores que
responde con sabiduría cristiana a los grandes interrogantes de la
existencia. La sapiencia popular católica tiene una capacidad de síntesis
vital; así conlleva creadoramente lo divino y lo humano; Cristo y María,
espíritu y cuerpo; comunión e institución; persona y comunidad; fe y
patria, inteligencia y afecto. Esa sabiduría es un humanismo cristiano
que afirma radicalmente la dignidad de toda persona como hijo de Dios,
establece una fraternidad fundamental, enseña a encontrar la naturaleza
y a comprender el trabajo y proporciona las razones para la alegría y
el humor, aun en medio de una vida muy dura. Esa sabiduría es también
para el pueblo un principio de discernimiento, un instinto evangélico
por el que capta espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al
Evangelio y cuándo se lo vacía y asfixia con otros intereses
(Documento de Puebla, 1979, nº 448; cf EN 48).
Resumen
1677 Se llaman sacramentales
los signos sagrados instituidos por la Iglesia cuyo fin es preparar a
los hombres para recibir el fruto de los sacramentos y santificar las
diversas circunstancias de la vida.
1678 Entre los sacramentales,
las bendiciones ocupan un lugar importante. Comprenden a la vez la
alabanza de Dios por sus obras y sus dones, y la intercesión de la
Iglesia para que los hombres puedan hacer uso de los dones de Dios según
el espíritu de los evangelios.
1679 Además de la liturgia, la
vida cristiana se nutre de formas variadas de piedad popular, enraizadas
en las distintas culturas. Esclareciéndolas a la luz de la fe, la
Iglesia favorece aquellas formas de religiosid ad popular que expresan
mejor un sentido evangélico y una sabiduría humana, y que enriquecen
la vida cristiana.
ARTÍCULO 2
LAS EXEQUIAS CRISTIANAS
1680 Todos los sacramentos,
principalmente los de la iniciación cristiana, tienen como fin último
la Pascua definitiva del cristiano, es decir, la que a través de la
muerte hace entrar al creyente en la vida del Reino. Entonces se cumple
en él lo que la fe y la esperanza han confesado: "Espero la
resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro" (Símbolo
de Nicea-Constantinopla).
I La última Pascua del cristiano
1681 El sentido cristiano de la
muerte es revelado a la luz del Misterio pascual de la muerte y
de la resurrección de Cristo, en quien radica nuestra única esperanza.
El cristiano que muere en Cristo Jesús "sale de este cuerpo para
vivir con el Señor" (2 Co 5,8).
1682 El día de la muerte inaugura
para el cristiano, al término de su vida sacramental, la
plenitud de su nuevo nacimiento comenzado en el Bautismo, la
"semejanza" definitiva a "imagen del Hijo",
conferida por la Unción del Espíritu Santo y la participación en el
Banquete del Reino anticipado en la Eucaristía, aunque pueda todavía
necesitar últimas purificaciones para revestirse de la túnica nupcial.
1683 La Iglesia que, como Madre,
ha llevado sacramentalmente en su seno al cristiano durante su
peregrinación terrena, lo acompaña al término de su caminar para
entregarlo "en las manos del Padre". La Iglesia ofrece al
Padre, en Cristo, al hijo de su gracia, y deposita en la tierra, con
esperanza, el germen del cuerpo que resucitará en la gloria (cf 1 Co
15,42-44). Esta ofrenda es plenamente celebrada en el Sacrificio eucarístico;
las bendiciones que preceden y que siguen son sacramentales.
II La celebración de las exequias
1684 Las exequias cristianas son
una celebración litúrgica de la Iglesia. El ministerio de la Iglesia
pretende expresar también aquí la comunión eficaz con el difunto,
hacer participar en esa comunión a la asamblea reunida para las
exequias y anunciarle la vida eterna.
1685 Los diferentes ritos de las
exequias expresan el carácter pascual de la muerte cristiana y
responden a las situaciones y a las tradiciones de cada región, aun en
lo referente al color litúrgico (cf SC 81).
1686 El Ordo exequiarum
(OEx) o Ritual de los funerales de la liturgia romana propone tres tipos
de celebración de las exequias, correspondientes a tres lugares de su
desarrollo (la casa, la iglesia, el cementerio), y según la importancia
que les presten la familia, las costumbres locales, la cultura y la
piedad popular. Por otra parte, este desarrollo es común a todas las
tradiciones litúrgicas y comprende cuatro momentos principales:
1687 La acogida de la comunidad.
El saludo de fe abre la celebración. Los familiares del difunto son
acogidos con una palabra de "consolación" (en el sentido del
Nuevo Testamento: la fuerza del Espíritu Santo en la esperanza; cf 1 Ts
4,18). La comunidad orante que se reúne espera también "las
palabras de vida eterna". La muerte de un miembro de la comunidad
(o el aniversario, el séptimo o el trigésimo día) es un
acontecimiento que debe hacer superar las perspectivas de "este
mundo" y atraer a los fieles, a las verdaderas perspectivas de la
fe en Cristo resucitado.
1688 La Liturgia de la Palabra.
La celebración de la Liturgia de la Palabra en las exequias exige una
preparación, tanto más atenta cuanto que la asamblea allí presente
puede incluir fieles poco asiduos a la liturgia y amigos del difunto que
no son cristianos. La homilía, en particular, debe "evitar"
el género literario de elogio fúnebre (OEx 41) y debe iluminar el
misterio de la muerte cristiana a la luz de Cristo resucitado.
1689 El Sacrificio eucarístico.
Cuando la celebración tiene lugar en la Iglesia, la Eucaristía es el
corazón de la realidad pascual de la muerte cristiana (cf OEx 1). La
Iglesia expresa entonces su comunión eficaz con el difunto: ofreciendo
al Padre, en el Espíritu Santo, el sacrificio de la muerte y resurrección
de Cristo, pide que su hijo sea purificado de sus pecados y de sus
consecuencias y que sea admitido a la plenitud pascual de la mesa del
Reino (cf. OEx 57). Así celebrada la Eucaristía, la comunidad de
fieles, especialmente la familia del difunto, aprende a vivir en comunión
con quien "se durmió en el Señor" , comulgando con el Cuerpo
de Cristo, de quien es miembro vivo, y orando luego por él y con él.
1690 El adiós ("a
Dios") al difunto es "su recomendación a Dios" por la
Iglesia. Es el "último adiós por el que la comunidad cristiana
despide a uno de sus miembros antes que su cuerpo sea llevado a su
sepulcro" (OEx 10). La tradición bizantina lo expresa con el beso
de adiós al difunto:
Con este saludo final "se canta por su partida de esta vida y por
su separación, pero también porque existe una comunión y una reunión.
En efecto, una vez muertos no estamos en absoluto separados unos de
otros, pues todos recorremos el mismo camino y nos volveremos a
encontrar en un mismo lugar. No nos separaremos jamás, porque vivimos
para Cristo y ahora estamos unidos a Cristo, yendo hacia él...estaremos
todos juntos en Cristo" (S. Simeón de Tesalónica, De ordine sep).